Las islas oceánicas, debido a la vulnerabilidad intrínseca de su flora y fauna nativa, son en principio mucho más susceptibles a las invasiones biológicas que las regiones continentales. Así pues, la introducción de especies con alta capacidad de adaptación a estos ambientes insulares constituye una de las mayores causas de pérdida de biodiversidad, dado que pueden competir intensamente por el hábitat, ser eficaces depredadoras o actuar como disruptivas en cruciales procesos ecológicos (1). Hay casos, sin embargo, en que la invasora, aparte de su influencia negativa, también puede establecer relaciones comensalistas e incluso mutualistas con las especies locales, hecho que entre otras consecuencias daría lugar a efectos en cascada en las cadenas tróficas y a cambios evolutivos (2).
Al hablar de invasoras en la Macaronesia europea es obligatorio referirse a la pitera común (Agave americana), ya que ocupa uno de los primeros puestos en la lista de las cien especies de flora y fauna terrestres más nocivas para la región (3). Esta planta, originaria de Centroamérica, provoca un empobrecimiento de la diversidad florística autóctona al ejercer una fuerte competencia por el medio y afecta con frecuencia a taxones endémicos amenazados. Hoy en día, mucho después de que se introdujera en Canarias, quizá durante el siglo XVI y por motivos ornamentales y productivos, forma parte del paisaje característico de las zonas bajas y medias de todas las islas, donde aparece mezclada con un numeroso elenco de plantas adaptadas a la sequedad y a las temperaturas suaves, muchas de ellas endémicas.
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