Tanto la biogeografía como la teoría ecológica y la propia conservación de la naturaleza se han basado tradicionalmente en la biodiversidad que puede observarse con facilidad, es decir, la que ha sido censada en un determinado lugar por métodos tradicionales. Sin embargo, sabemos que hay especies crípticas, difíciles de ver en su medio natural o que pueden confundirse con otras muy similares, de manera que este tipo de análisis convencional podría estar subestimándolas. Por tanto, aunque la diversidad biológica depende de la riqueza y abundancia de las especies observadas, sólo representan una porción de las que realmente pueden habitar en unas determinadas condiciones ecológicas (1).
Además, la distribución de las especies es cambiante y su dinámica biogeográfica incluye no sólo los territorios que cabe observar en la actualidad, sino también cualquier otro que reúna las condiciones adecuadas para que lleguen a colonizarlo. Por eso se producen con cierta frecuencia avistamientos de especies consideradas raras en algunos lugares o fluctuaciones que atañen a su posible presencia o ausencia (2). Así que es preciso contemplar también el conjunto de las especies ausentes en una localidad, siempre que reúna las condiciones ecológicamente adecuadas para ellas. De ahí surge el concepto de “biodiversidad oscura”, que incluye a las especies crípticas que han eludido los muestreos, pero también a aquellas que aún no se han dispersado a la localidad estudiada y las que están temporalmente ausentes debido a los cambios que hayan podido introducirse en su entorno (1, 3).
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