Cuenta Ovidio que Atenea, diosa de la sabiduría, la guerra y las artes, enseñó sus habilidades y destrezas en el telar a la joven Aracne y que ésta, con el tiempo, adquirió tal perfección y arrogancia que acabó retando a la diosa para ver quién tejía el mejor tapiz. Atenea perdió el reto y reconoció que Aracne había hecho un trabajo magnífico. Pero no le gustó el motivo que había elegido para decorar el tapiz, ya que versaba sobre las interminables infidelidades en las que incurrían los dioses olímpicos. Atenea destruyó la obra de su joven discípula y Aracne, desolada por la agresión y el desprecio de la diosa, terminó ahorcándose. Atenea sintió entonces piedad por la joven tejedora y la devolvió a la vida, pero transformada en araña. Así Aracne pudo vivir
A pesar de la indudable belleza del relato de Ovidio, lo cierto es que las arañas han sido seres denostados, perseguidos, odiados y vilipendiados desde la antigüedad más remota. Consideradas criaturas surgidas del averno y emparentadas con seres malignos y terroríficos, estas creencias han terminado por calar de un modo tan atávico en la mayoría de las culturas que nos han mantenido alejados de esos prodigiosos animales. Más aún si tenemos en cuenta que nuestra repulsa hacia las arañas tiene una base genética, posiblemente como estrategia de protección frente a especies potencialmente peligrosas. Todo ello ha propiciado que las arañas fueran uno de los grupos zoológicos peor conocidos en España.
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