Al pasear por la playa de Rota todo el mundo se fija en la amplia red de muros de piedra que, perfectamente construidos, se adentran en el mar y sólo quedan al descubierto con la marea baja. Directamente asentados sobre el lecho marino, son de origen desconocido y han dado en llamarse Corrales de Rota. Hay quien sospecha que fueron levantados por fenicios o romanos, aunque otras fuentes los sitúan mucho más tarde, en el siglo XVI. El valor histórico de los corrales, la belleza de tan curiosas construcciones y su importancia cultural, asociada a un primitivo método de pesca, son razones suficientes para que hayan sido declarados Monumento Natural (1). En el duro invierno de 2016 comencé a censar las aves acuáticas en esta extensa zona intermareal, caminando entre las piedras y las gélidas charcas de agua somera que inundaban mis zapatos, inicialmente inapropiados. La impresionante cantidad de chorlitos dorados (Pluvialis apricaria), con 2.104 individuos en febrero de 2017, y las nutridas poblaciones de muchas otras especies de aves me revelaron el alto valor ecológico que atesora este precioso lugar. Mi estudio pretendía confirmar su importancia, sobre todo durante los pasos migratorios, cuando miles de aves se detienen aquí para descansar y alimentarse. El plan de gestión de este espacio debería contemplar turnos de vigilancia durante los meses de julio y agosto para impedir que los visitantes volteen las piedras. Una práctica que perjudica a los invertebrados marinos e, indirectamente, a las aves que se alimentan de ellos.
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