Amanece en una sierra del suroeste de Galicia y las sombras de la noche empiezan a dejar paso a las primeras luces del alba. Después de media hora caminando en la penumbra, busco una postura cómoda entre el matorral para aguardar el paso furtivo de los lobos, que aún viven en esta tierra de leyendas y meigas. A los pocos minutos, los relinchos de un grupo de caballos salvajes me indica que algo les ha alertado. Después de tantos años en el monte, uno acaba por conocer el idioma y los sonidos de la naturaleza. A menos de 30 metros, un lomo gris aparece como salido de la nada y no tardo en quedarme maravillado ante la mirada del lobo que tengo enfrente de mí. Justo tras él, otros cuatro lobos en fila siguen sus pasos. Avanzan por el camino y a pocos metros se paran y me observan. Nos cruzamos las miradas. Es algo indescriptible. Aún tengo tiempo de levantar la cámara lentamente y hacer alguna foto antes de que, con caminar pausado, casi con indiferencia, cambien de dirección.
No corren buenos tiempos para el lobo. Unas ineficaces medidas de gestión y conservación están poniendo contra las cuerdas a no pocas de sus actuales poblaciones. Los lobos de esta parte de Galicia tampoco viven ajenos a la persecución humana y a la pérdida de hábitat. Muchos lobos desaparecen de nuestros montes, unas veces tiroteados, otras envenenados o atropellados, a veces por enfermedades, y de la gran mayoría nunca llegamos a conocer su suerte. Ese es su día a día, intentar sobrevivir en un mundo hostil donde no mueren de viejos.
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