Cuando en 1978 inicié mis investigaciones en la Sierra de Cazorla usando como base de operaciones una casa forestal medio arruinada, nunca hubiera imaginado que cuatro décadas después tanto la vieja casa como yo íbamos a seguir anclados a ese áspero paisaje. Era impensable que la Casa Forestal de Roblehondo, con sus hendidos muros y un tejado lleno de goteras, pudiese experimentar la metamorfosis que la ha convertido en una casa confortable, la Estación de Campo de Roblehondo, administrada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
También hubiera costado predecir la metamorfosis que iban a sufrir las investigaciones ecológicas. Los campos se han ido vaciando de ecólogos profesionales. Muchos cambiaron botas por zuecos de laboratorio, pellizas por batas y prismáticos por pipetas. Otros sueñan ecologías fantásticas frente a sus teclados. Hemos llegado a un momento en que resulta casi más fácil encontrar pasión por la naturaleza y los seres vivos entre personas profesionalmente ajenas a la biología que entre mis colegas los ecólogos profesionales. Por eso se hace necesario justificar lo obvio: que el conocimiento de la historia natural de los organismos ha jugado históricamente y debería seguir jugando un papel central en el conocimiento del mundo, el progreso de la ciencia ecológica, la conservación de la naturaleza y el bienestar de la sociedad (1).
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