En este número deQuercus dedicamos dos artículos de fondo a sendos invertebrados, la náyade Margaritifera margaritifera y la mariposa Vanessa cardui. Hemos de reconocer que no es habitual. Siempre se nos ha reprochado que nuestros contenidos estén muy sesgados hacia los grandes vertebrados, aves y mamíferos sobre todo, aunque lo único que hacemos es intentar reflejar la realidad. Quizá los fondos destinados a conservación sí tengan esa deriva, que finalmente termina por reflejarse en lo que publicamos. De hecho, hacemos un poco de discriminación positiva hacia la fauna menos evidente, como los dos casos que protagonizan este número de la revista. La portada, sin embargo, se la hemos reservado al bigotudo, un vertebrado que entraría de lleno en el grupo de las especies privilegiadas, aunque sea un pajarillo difícil de ver y de distribución muy irregular en nuestro país.
Pero lo que nos interesa destacar ahora es esa biodiversidad menos patente, o directamente invisible, que sin embargo se ajusta mejor a lo que existe ahí fuera, lejos de nuestra perspectiva macroscópica. Fue el biólogo evolutivo británico John B.S. Haldane quien dejó sentada una famosa frase: “si Dios es el autor de todas las criaturas, hay que reconocer que siente un extraordinario cariño por los escarabajos”. También podría traerse a colación que, dentro de los vertebrados, el grupo de mayor éxito es el de los peces teleósteos, con unas 20.000 especies, y no debemos olvidar que vivimos en un mundo dominado por las bacterias desde hace al menos 3.500 millones de años.
El caso es que hay mucha más vida por debajo de nuestro tamaño corporal que por encima y no sólo en cantidad, sino también en calidad. Sin ella, sencillamente, no estaríamos aquí. Por eso es tan importante la decisión adoptada por el Gobierno alemán el pasado mes de septiembre, cuando estableció un calendario progresivo para dejar de aplicar el Glifosato, uno de los herbicidas más usados en todo el mundo, hasta su prohibición definitiva en diciembre de 2023. Y eso que el Glifosato lo produce Monsanto, una compañía recientemente absorbida por la multinacional alemana Bayer. En 2020 ya no podrá utilizarse en parques urbanos, jardines privados y allí donde corra el riesgo de contaminar el agua de ríos y lagos. Austria fue aún más audaz y el pasado mes de julio prohibió de forma tajante e inmediata el uso del controvertido pesticida, que la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer considera potencialmente peligroso para la salud humana. En el conjunto de la Unión Europea, el Glifosato se beneficia de una prórroga que terminará en 2022 y cabe esperar que no llegue a renovarse, a pesar de los intentos desesperados de Bayer. En cualquier caso, Europa sólo representa el 10% de su mercado mundial, así que el asunto alcanza dimensiones fuera de nuestro alcance. Pero no por ello menos dramáticas para la bodiversidad.
Por lo pronto, el Glifosato ha provocado mortandades masivas de insectos polinizadores, tanto silvestres como domésticos y muy particularmente en las colmenas de abejas melíferas. Una fauna poco evidente pero decisiva para el correcto funcionamiento de los ecosistemas desde el Cretácico, cuando aparecieron las primeras plantas con flores. Nuestra reciente irrupción en el escenario evolutivo nos hace inimaginable un planeta sin insectos ni flores y su declive afecta a muchos más sectores productivos que los vinculados a la poderosa industria química. Así lo han entendido los alemanes, no sin un intenso debate interno, y dado su liderazgo político y económico es de esperar que en los próximos años los campos europeos se vean por fin libres de Glifosato.