Por Sacri Moreno Garrido y Miguel Delibes de Castro.
Hace muchos años, cuando en el bachillerato aún se estudiaba filosofía, nos hablaban de los planteamientos antitéticos de Parménides y Heráclito, pensadores griegos del siglo V antes de Cristo. Con aquella tierna edad apenas captábamos la trascendencia de sus ideas sobre el ser y el devenir, pero la rotundidad de las frases que les atribuían nos impactaba. Parménides, según el libro de texto, mantenía tercamente: “Lo que es, es; lo que no es, no es”. Heráclito respondía con similar tenacidad, o eso imaginábamos: “Nada es, todo fluye como las aguas de un río”. Probablemente la mayoría de los adolescentes de la época nos alineábamos con Parménides. ¿Cómo negar que el colegio era, y en cambio las vacaciones, que ansiábamos, por el momento no eran? ¿En qué estaría pensando Heráclito para dudarlo siquiera?
La actitud mental tendente a considerar al mundo como algo básicamente estable, salvo por razones de fuerza mayor, está muy extendida en la humanidad. Formaría parte del “sentido común”, por más que sepamos a éste, no pocas veces, reñido con la ciencia. La vida humana es breve, nuestra capacidad sensorial (previa a la revolución científica y tecnológica) para evaluar el derredor, muy limitada espacial y temporalmente, y en esas circunstancias resulta tranquilizador imaginar que el entorno sólo cambia si nosotros lo cambiamos. Por supuesto, tal “fijismo” (Dios ha creado el universo de determinada manera y no tendría por qué variar) saltó por los aires con Darwin y otros científicos, pero incluso los investigadores, subconscientemente, tendemos a pensar que lo que un día aprendimos debería permanecer. Los ratones de Doñana muestran cuánto nos equivocamos.