Justo al lado de este artículo editorial, en la carta recuadrada, Alejandro Martínez-Abraín vuelve a encontrar un ejemplo para reforzar su idea de que muchas especies animales están abandonando los refugios donde quedaron acantonadas por la presión humana. Al relajarse dicha presión han saltado por los aires los límites del refugio, que con frecuencia se había considerado un hábitat idóneo. Se vale esta vez de los chorlitejos patinegros, que se pusieron a criar en medio de la playa alicantina de La Mata, en lugar de entre las dunas, como creíamos que era su costumbre. Les ha bastado una momentánea interrupción de nuestras actividades habituales, los confinamientos derivados de la reciente pandemia por coronavirus, para recuperar sus verdaderas inclinaciones. Por suerte, se han conservado en las poblaciones supervivientes los genes que permiten volver a anteriores comportamientos, seguramente los genuinos.
Otro colaborador y buen amigo de Quercus, Ricard Gutiérrez, acaba de publicar en Tundra un libro sobre sus experiencias personales con las aves durante los últimos años (pág. 66), donde también aconseja dar poco crédito a las apariencias. Se diría que Alejandro y Ricard, buenos observadores, han llegado a similares conclusiones sobre cómo debe enfocarse la conservación. No hay blancos ni negros, sino una gama de grises. Pero la cosa va aun más lejos. En las páginas 14-18 aparece un artículo de José Pablo Veiga sobre la actitud de las rapaces diurnas en un pequeño cerro que se eleva en el piedemonte de la sierra madrileña y que durante lo más duro de la pandemia se libró de la habitual avalancha de visitantes.
En resumidas cuentas, nuestra especie resulta molesta a muchas otras con las que compartimos territorio, las espantamos e incluso las obligamos a ocupar lugares que eludirían si tuvieran elección. Es algo a lo que conviene darle un par de vueltas en un país que cuenta con más de 47 millones de habitantes y que recibe cada año, mientras ningún virus lo impida, algo así como el doble de esa cantidad de personas. Todos, nativos y foráneos, ansiosos por llegar hasta el último rincón de nuestra geografía. Un impulso ancestral del que hoy saca buenos réditos el turismo.
Lo anterior nos lleva a otra idea que hemos discutido mucho con Alejandro Martínez-Abraín, la del templo profanado. Es frecuente que los naturalistas se entristezcan al ver cómo los lugares que antes habían disfrutado casi en exclusiva se han convertido en un espacio destinado al ocio, a las aglomeraciones. Estamos condenados a compartir esos rincones que creíamos propios. Pero Alejandro, que tiene el don de una mente positiva, también ve en ello una ventaja. O, al menos, un peaje que debemos pagar por nuestros éxitos en la defensa de la naturaleza. Claro, de tanto ensalzarla, de tanto insistir en que sólo se conserva aquello que se conoce, hemos conseguido que ahora todo el mundo sienta curiosidad y penetre en el templo sin respeto, avasallando, dispuesto a participar en nuestras liturgias.
¿En qué quedamos? Por un lado, el éxodo rural y el reciente respeto a los animales han dado la opción a la fauna de abandonar sus antiguos refugios. Pero, al mismo tiempo, esa nueva cultura, muy urbana, exige participar también de las ventajas que la divulgación y las campañas de concienciación han pintado de un verde muy atractivo. Como pasa siempre, tendremos que buscar un equilibrio, un pacto de no agresión, y resignarnos a ver invadidos los feudos donde pasábamos horas y horas pendientes de los hierbajos, los gusarapos y los pedruscos. Términos, despectivos pero cariñosos, que pedimos prestados a Santos Casado, otro colaborador asiduo de Quercus.