La CODA, Fapas, Adenex, Grefa, Brinzal, Amus, la propia revista Quercus y otras muchas organizaciones protagonizaron en los años ochenta y noventa un surgimiento conservacionista sin precedentes en nuestro país. Estas organizaciones y las personas que las promovían supieron presionar a las administraciones para conservar un medio natural devastado durante los años de la dictadura franquista. Y no sólo eso, también influyeron en la opinión pública y la hicieron más sensible a la conservación de la naturaleza.
Desde la nada, poniendo dinero de sus bolsillos y sin poderse apoyar en un legado conservacionista previo, estos grupos empezaron a dar la voz de alarma sobre el deterioro del medio natural. Y lo hicieron teniendo en contra casi todo, desde una sociedad indolente ante el medio ambiente, que utilizaba de forma peyorativa la palabra “ecologista”, hasta una administración esclerosada incapaz de reaccionar ante la nueva demanda conservacionista, pasando por un mundo académico elitista, obsoleto e inactivo.
Mientras en las universidades se seguían enseñando viejas clasificaciones taxonómicas y conceptos disecados de ecología y zoología, en el campo un ejército de naturalistas altruistas comenzaba la lucha por proteger espacios naturales como Cabañeros y Monfragüe, unida a los primeros trabajos de campo sobre grandes vertebrados amenazados como el oso (Ursus arctos), el lobo (Canis lupus), el lince ibérico (Lynx pardinus), las grandes carroñeras y la aves rapaces.
Lo cierto es que si hoy en día el oso pardo, el buitre negro (Aegypius monachus) y el águila imperial ibérica (Aquila adalberti), por poner unos pocos ejemplos significativos, están tan recuperados, si existe Cabañeros como Parque Nacional y no como campo de tiro del ejército y si Monfragüe no ha sido devastado por la industria papelera, ha sido resultado en buena parte de todos estos grupos y personas que pusieron su ilusión, su dinero y su esfuerzo personal en favor de una naturaleza más conservada en nuestro país y, por lo tanto, de una sociedad mejor.
Ese fue el caldo de cultivo que permitió conseguir financiación para las famosas asistencias técnicas de especies prominentes y que llegaran los fondos europeos para nuestra biodiversidad. Hasta la administración pareció por unos años cumplir con sus responsabilidades de cara a la conservación de la naturaleza.
Con la llegada del nuevo siglo y hasta el momento actual, ese espíritu conservacionista parece haberse perdido. El boom de las energías renovables ha desatado una especie de fiebre del oro en la que el dinero chorrea a discreción para estudios de impacto ambiental. Ya no parece existir otro trabajo de medio ambiente que dar patente de corso a parque eólicos y plantas fotovoltaicas, como indica la proliferación de consultoras, ingenierías, técnicos y académicos en este ámbito.
Nostalgia, mucha nostalgia es la que siento de aquellos tiempos inolvidables en los que nos echábamos al monte con el único afán de conocer nuestra naturaleza y combatir sus amenazas lo mejor que supimos, pues efectivamente, ¿qué tipo de hombre es aquel que no intenta cambiar el mundo?
AUTOR
Máximo Muñoz, naturalista y conservacionista desde los años ochenta, ha colaborado con diversas asociaciones, entidades y proyectos de estudio y defensa de la naturaleza. Actualmente dirige la Asociación de Estudios del Sistema Central (Asesice).