Miércoles 22 de octubre de 2014
El pasado 18 de junio el Gobierno derogó los artículos del Plan Hidrológico Nacional que daban respaldo al trasvase del Ebro diseñado por el Partido Popular, como ya había adelantado José Luis Rodríguez Zapatero en su campaña electoral. Para adoptar esta importante decisión, los socialistas han tenido en cuenta tanto aspectos económicos, como técnicos y ambientales, de manera que no puede hablarse de una maniobra exclusivamente política, como se han apresurado a denunciar desde la oposición. Más bien podría argumentarse que el Partido Popular no tuvo en cuenta en su día tales inconvenientes o que los infravaloró adrede para disfrazar de solidaridad lo que no era otra cosa que negocio. Eso sí que es un ardid político. ¿O acaso basta que un empresario tenga la feliz idea de proyectar un campo de golf en pleno desierto de Almería para que se movilice al unísono la población de la cuenca donante? No, no estamos hablando de solidaridad ni de vertebración del Estado. Estamos hablando de unos usos del agua que han de ser racionales habida cuenta de la escasez del recurso. No es de recibo esgrimir la solidaridad para fomentar un turismo absurdo que antepone los intereses económicos, enmascara las dificultades técnicas y, por supuesto, ignora las consecuencias ambientales.
Las principales organizaciones ecologistas se han apresurado a aplaudir la decisión del Gobierno, aunque critican que intente satisfacer la demanda por otros medios en lugar de controlar el despilfarro. La idea de fondo persiste. Si algún lunático quiere jugar al golf en Almería habrá que llevar el riego hasta allí, aunque no será agua del Ebro ni llegará por medio de un trasvase. La apuesta principal son las plantas desaladoras de agua marina, un sistema que ha dado buenos resultados en Canarias pero que no es barato ni está exento de problemas ambientales. Además, el reciente carpetazo al trasvase del Ebro no significa que el actual Gobierno sea contrario a este tipo de infraestructuras, sino que ha rechazado una de ellas por cara, mal planificada, agresiva e impactante. Bastará un proyecto mejor diseñado y un poco de presión popular –aparte de algún tropiezo que convenga purgar– para que los criterios se relajen y parezca una buena idea conectar dos cuencas hidrográficas. Volveremos a oír aquella patochada del agua que se pierde en el mar.
Hay dos formas de enfrentarse al asunto. Aceptar que hay una España húmeda y otra seca, sacar partido de sus ventajas y atenuar en lo posible –ahí sí, con solidaridad– los inconvenientes. O esperar a que el Partido Popular vuelva a ganar unas elecciones y resucite el espectro del trasvase del Ebro, pero con un ingrediente más, el de la revancha.