Miércoles 22 de octubre de 2014
Como bien reza el refrán, nunca se escarmienta en cabeza ajena. Y, lo que es peor, a veces ni siquiera en la propia. La naturaleza vuelve a proveernos de buenos ejemplos al respecto. Tras el maremoto del pasado 26 de diciembre, que se cobró 225.000 vidas y causó enormes daños materiales en las costas del Índico, ha podido comprobarse que sus efectos fueron menos devastadores allí donde se habían conservado algunas barreras naturales en buen estado, como arrecifes coralinos, praderas de vegetación submarina, manglares y humedales costeros. En las islas Maldivas, por ejemplo, sólo hubo que lamentar un centenar de víctimas, a pesar de ser casi llanas y estar muy cerca del epicentro, entre otras razones porque allí han conservado sus arrecifes coralinos como atractivo turístico. Sin embargo, el turismo de sol y playa, que causa graves transformaciones en los ecosistemas costeros, seguramente ha contribuido a incrementar los efectos del maremoto.
Otro factor a tener en cuenta es la cría industrial de langostinos, que se practica en granjas que roban terreno a los manglares, como destacamos en la sección de Internacional. Según el Mangrove Action Project, una organización no gubernamental estadounidense, aproximadamente la mitad de los manglares del mundo pueden darse ya por desaparecidos, con lo que se ha perdido un elemento vital para proteger la costa, reducir la erosión y evitar el depósito de sedimentos, todo lo cual influye en la pesca artesanal. Incluso la ONU ha recomendado iniciar reforestaciones con manglares como medida de protección frente al embate de las olas provocadas por tormentas y huracanes.
Todas estas enseñanzas pueden parecernos obvias cuando hacemos balance de una catástrofe natural. En particular si pilla lejos y afecta al sufrido Tercer Mundo. Pero en nuestro propio país también ocurren cosas similares, aunque a menor escala. ¿Cuántas veces se ha advertido del riesgo de avenidas en cuencas deforestadas o sometidas a obras de canalización? Al igual que en el sureste asiático, en este caso también se eliminan las barreras naturales que amortiguan la fuerza del agua, como bosques de ribera, meandros e isletas. Los ingenieros parecen ignorar que un río es mucho más que su cauce y los ayuntamientos conceden alegremente licencias de construcción en terrenos potencialmente peligrosos de las vegas fluviales, cuando no consienten ocupaciones ilegales del dominio público hidráulico.
Luego vienen las lamentaciones y no deja de resultar paradójico que se culpe a la naturaleza, previamente destruida, de unas desgracias que tienen otros responsables.