Miércoles 22 de octubre de 2014
Como todos los años por estas fechas, estaremos hartos de oír hablar de incendios forestales. Es el fenómeno recurrente del verano, alimentado por el calor y la sequía. Aunque las imágenes que vemos en televisión son siempre parecidas, hay muchos tipos de incendios. Eso sí, todos de consecuencias funestas. El fuego puede ser espontáneo, inevitable en el entorno mediterráneo, como queda patente en las especies vegetales que han desarrollado defensas contra las llamas o incluso se aprovechan de ellas para prosperar. Pero también es un campo de batalla en el que se dirimen no pocos conflictos rurales. Llegado el caso, el fuego puede convertirse en un aliado para agricultores y ganaderos, gestores de cotos de caza, promotores urbanísticos, mayoristas madereros e incluso para los descontentos con su ayuntamiento, sus vecinos o sus familiares en el reparto de una herencia. El recurso al cerillazo ha sido una amenaza latente en nuestros montes desde tiempo inmemorial, incluso como despecho a las campañas ecologistas. Luego están los desprevenidos, los domingueros, los amantes de las barbacoas y de los fuegos de campamento. También el fumador empedernido y hasta los críos que, desde el Paleolítico, juegan a ser aprendices de brujos. Por no hablar de los cristales que actúan como lupas, las tormentas eléctricas, las malas combustiones y otras amenazas menos evidentes. En tales circunstancias, la ausencia de incendios puede considerarse como una entelequia. Con nuestras costumbres y nuestro clima, tenemos todos los números de la rifa.
Un aspecto decisivo que también favorece al fuego es la nefasta política forestal que se ha practicado en nuestro país desde hace décadas. Los bosques genuinos arden peor que los cultivos madereros y todo el mundo sabe que hay muchas más hectáreas de los segundos que de los primeros. Los medios de extinción también arrastran su polémica, pues a menudo son insuficientes, a veces sospechosos y en ocasiones detraen recursos para atender otras emergencias ambientales igualmente importantes.
En cualquier caso, ante esta avalancha de factores adversos, no conviene olvidar que también contamos con iniciativas valientes e ingeniosas, dignas de aplauso, como el reciente acuerdo entre ecologistas españoles y portugueses para colaborar en la lucha contra los incendios a ambos lados de la frontera. O el Projecte Guardabosc impulsado en Cataluña por la Federació d’Agrupacions de Defensa Forestal Penedès-Garraf con el apoyo de la fundación Territori i Paisatge, que busca aliados entre los herbívoros domésticos para reducir la carga de combustible. O los certificados de gestión sostenible concedidos por el Consejo de Administración Forestal (Forest Stewardship Council o FSC) a 12.000 hectáreas de montes públicos andaluces, muchas de las cuales pertenecen a los parques naturales de la Sierra Norte (Sevilla) y Los Alcornocales (Cádiz).
En resumen, los incendios forestales son un asunto complejo que no puede resolverse con medidas unilaterales. Sin embargo, mucho tendríamos ganado si nuestros montes estuvieran más cerca de la diversidad y del equilibrio ecológico que de la monotonía y del expolio forestal.