Retos ecológicos

El amargo futuro de la miel

Texto y fotos: José Gabriel Segarra

Miércoles 22 de octubre de 2014
Desde principios de año cunde la voz de alarma por la insólita desaparición de las abejas en todo el planeta. Los científicos no se ponen de acuerdo sobre las causas de este fenómeno.

Si la abeja desapareciera de la Tierra, al hombre sólo le quedarían cuatro años de vida: sin abejas no hay polinización, ni hierba, ni animales, ni hombres.” Con tan contundente frase, el físico Albert Einstein ponía de manifiesto, con no poco dramatismo, el papel fundamental de las abejas en la dinámica de los ecosistemas. La cita de marras se ha puesto de moda en los últimos meses –pese a que el Archivo Oficial de Einstein en Jerusalén se ha apresurado a desmentir su autenticidad– a cuenta de la misteriosa desaparición de abejas que se viene observando desde principios de año en todo el planeta. Sea o no auténtica, lo cierto es que nuestra laboriosa Apis mellifera colabora en la polinización de un tercio de las plantas que nos alimentan, por lo que su eventual desaparición no pasaría ciertamente desapercibida, si bien no hasta el extremo de arrastrar en su caída a la especie humana.

Annus horribilis para las abejas
Pero, ¿de verdad podemos quedarnos sin abejas? Todo este lío empezó a finales del año pasado en Florida (Estados Unidos), cuando los apicultores se quejaron de una drástica disminución en el número de abejas. Pronto el problema se fue extendiendo a otros estados, hasta afectar al 25% de los enjambres del país. “Hemos perdido más de medio millón de colonias, con una población de alrededor de 50.000 abejas cada una”, señaló Daniel Weaver, presidente de la Federación Estadounidense de Apicultores, quien añadió que el mal afectaba a unos treinta de los cincuenta estados que componen el país.

El problema no tardó en saltar al Viejo Mundo. John Chapple, presidente de la Asociación de Apicultores de Londres, aseguraba que habían desaparecido todas las abejas de treinta de las cuarenta colmenas que tiene en la ciudad de Acton, al oeste de Londres, y que otros apicultores de la zona habían perdido otro tanto. Debido al efecto dominó, cada vez nuevos países se han ido haciendo eco de esta misma problemática: Polonia, Grecia, Italia, Portugal, Argentina... En pocas semanas había adquirido una dimensión planetaria.
“Problema del colapso de las colonias”, “síndrome de desabejamiento”, “SIDA de las abejas”… Distintos nombres para un mismo fenómeno, en el que los síntomas se repiten con matemática precisión. Las abejas pecoreadoras, responsables de la recolección del néctar, salen de la colonia y ya no regresan. Sencillamente, desaparecen sin dejar rastro. Al faltar las abejas que aportan alimento, la abeja reina muere por falta de cuidados y con ella la colmena entera. “Nunca habíamos tenido un caso como este”, recalcó un desconcertado Weaver.

Batería de hipótesis
Mary Berenbaum, entomóloga de la Universidad de Illinois (Estados Unidos) y experta mundial en abejas, asegura que los científicos barajan todo tipo de hipótesis: se ha planteado la posibilidad de que el problema esté provocado por un virus u otro tipo de parásito que afectara a las abejas, por el estrés ante el abuso de productos químicos en las plantas, por el descenso en la diversidad botánica, por la sequía provocada por el cambio climático (que podía dificultar el acceso de las abejas a las fuentes de agua) y, finalmente, por ciertas estructuras eléctricas como antenas de telefonía móvil o cables de alta tensión, cuya radiación podía interferir con el sistema de navegación de las abejas e impedir que encontraran el camino de vuelta a sus colmenas.

A favor de esta última hipótesis hay varias pruebas. Un estudio de la Universidad de Landau (Alemania) demuestra que las abejas no regresan a sus colmenas si hay un teléfono móvil cerca. Por su parte, científicos alemanes han observado también que las abejas modifican su comportamiento en la proximidad de líneas eléctricas. “Estoy convencido de que esta posibilidad es real”, ha declarado George Carlo, principal responsable de un estudio encargado por el Gobierno de Estados Unidos para cuantificar los efectos de los teléfonos móviles. Lo que no queda claro es por qué se dejan sentir precisamente ahora, cuando dichos aparatos llevan funcionando varios años.

El parásito que vino del Este
Aquí, en España, el problema es antiguo, exactamente de principios del año 2000. Fue entonces cuando en el laboratorio del Centro Apícola de Guadalajara, situado en la localidad de Marchamalo, se empezó a detectar un aumento del parásito microsporidio Nosema apis, un protozoo intracelular que provocaba cierta mortalidad en las colmenas. Siete años después, sin embargo, los investigadores han constatado que la sintomatología no se corresponde con la que venían estudiando hasta ahora, en particular por la afirmación de los apicultores de que las abejas desaparecen sin dejar rastro.

Por eso se analizaron 8.000 muestras procedentes de todos los rincones de España, así como de otros países como Francia, Alemania, Eslovenia, Polonia, Austria y Argentina, aunque no de Estados Unidos. Al analizar el ADN parásito se descubrió que no se trataba de Nosema apis sino de Nosema ceranae, un pariente mucho más agresivo. Si el primero mata a la abeja en treinta días, el segundo lo hace en tres. Entra por la boca y se dirige al estómago del insecto, donde clava un filamento en las células epiteliales y les transfiere su material genético. Cuando las abejas se sienten débiles tienden a alejarse de las colmenas, mueren y son comidas por los depredadores, lo que explicaría la ausencia de cadáveres.

Presumiblemente N. ceranae entró en España en el año 2001 procedente de Asia, después de haber llevado allá abejas europeas, más productivas que las asiáticas. Una vez conocido el responsable se ha procedido a tratar a las colmenas con el antibiótico Fumagilina, que, según Mariano Higes, veterinario del centro de Marchamalo, está dando buenos resultados.

Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo con la explicación de Marchamalo. Para Francisco Puertas, responsable del grupo investigador de la Universidad de Córdoba, el problema deriva de tres causas: “Una nutrición deficitaria de la abeja (por la baja cantidad y calidad de polen, sobre todo en época de sequía), los plaguicidas (tipo Imidacloprid y Friponil, este último usado en jardinería) y el N. ceranae.” La aparición de este parásito, en cualquier caso, “puede ser más la consecuencia que la causa; es decir, la colmena se debilita por diversas razones y por eso aparece el parásito”. De todas formas, no deja de ser extraña la pauta de conducta del microesporidio, que induce al hospedador a alejarse de la colmena para morir, lo que sin duda dificulta la ulterior propagación del parásito.

Respecto al impacto ambiental que tendría la desaparición de todas las abejas, el veterinario Higes es algo menos contundente que la supuesta cita de Einstein: “Sería una catástrofe medioambiental, pero los parásitos no tienden a aniquilar a sus hospedadores. Independientemente de la producción agraria, se perdería biodiversidad, entre un 30% y un 40% de las especies vegetales. La abeja es el único polinizador que queda en muchas zonas de Europa.” Decía Esopo que la humanidad debía a las abejas dos de sus más preciados dones: la dulzura y la luz. ¿Será la falta de dulzura en la relación con el medio natural y nuestras escasas luces lo que puede llevar a la entrañable polinizadora a la desaparición?

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