Texto y fotos: Ignacio Abella
Miércoles 22 de octubre de 2014
Los tejos centenarios que viven junto a iglesias, ermitas y plazas del noroeste peninsular son un patrimonio de incalculable valor que se conserva a duras penas. En los últimos tiempos, todo este legado se está perdiendo, víctima de frecuentes obras que acaban con la vida del árbol o lo condenan a una prolongada agonía.
Mucho antes de que la iglesia fundara sus edificios de piedra, de que existieran las primeras casas consistoriales y se erigieran magistraturas, ellos ya eran milenarios. En el centro de cada territorio ejercían las funciones de templo vivo, de ayuntamiento y casa de justicia. Lugar de encuentro para la tribu, la parroquia o el municipio, los tejos (Taxus baccata) sagrados han constituido verdaderos linajes de árboles que se renovaban con la caída de los ancianos para mantener viva la tradición.
¿Cómo es posible que este sistema religioso, político y social, esta verdadera dendrocracia en la que los árboles seculares presidían los poblados de los hombres, apenas se recuerde pese a la importancia que tuvo hasta hace unas décadas? Prácticamente toda Europa, península Ibérica incluida, y regiones de otros continentes conocieron una cultura similar. Robles, olmos, morales, tilos y especialmente tejos, por todo el arco atlántico europeo, fueron verdaderos centros geográficos y espirituales hasta ayer mismo. Aún pueden contemplarse innumerables supervivientes de la vieja costumbre por doquier, pese a que apenas se recuerden sus antiguas funciones.
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