Miércoles 22 de octubre de 2014
Cada vez que se declara un espacio protegido, los propietarios de los terrenos implicados se echan a temblar. La queja casi unánime es que ya no podrán hacer lo que les dé la gana en sus fincas, ya sean particulares o municipales. Un asalto a la iniciativa personal y a la propiedad privada, que es un valor sagrado en las economías de mercado. Se diría que es un agravio para los dueños de cualquier propiedad rural, pero los titulares de fincas urbanas saben bien que ellos tampoco pueden hacer de su capa un sayo en las ciudades. Muy al contrario: los edificios urbanos están sujetos a una complejísima normativa, que, para colmo, cambia de forma casi constante obligando a particulares y comunidades de vecinos a una interminable –y muy costosa– adaptación. Vivimos en un país territorialmente ordenado, donde los bienes inmuebles se registran y sus titulares están obligados a cumplir la legislación vigente. ¿A qué viene entonces tanta queja de los propietarios rurales? ¿Les asiste algún tipo de bula? El problema radica, ya sea en el campo o en la ciudad, en que la tendencia es a soslayar obligaciones y, en lo posible, cometer irregularidades. Ante tal escenario, un exceso de normativa se convierte en un nuevo obstáculo a salvar. Son pocos los que ven las evidentes ventajas de un espacio protegido, salvo los especuladores inmobiliarios que planean construir en su entorno, sobre unos terrenos milagrosamente revalorizados. Un ejemplo reciente es la red europea Natura 2000, un mosaico de espacios protegidos que intenta preservar lo más granado de la biodiversidad continental. Al principio, se vio como una nueva fuente de ingresos con cargo a las arcas europeas y las comunidades autónomas, que son los organismos competentes en la materia, se apresuraron a presentar largas listas de candidatos haciendo la cuenta de la vieja: cuanta más superficie declaremos, más euros nos llegarán de Bruselas. Luego vinieron los propietarios con sus temores: ¿Se podrá cazar en estos nuevos espacios protegidos? ¿Qué pasará con la agricultura de regadío? ¿Será el fin de la ganadería (léase, del exceso de carga ganadera)? ¿Y si quiero asfaltar un camino? ¿O abrir un pozo? Barreras y más barreras. Empezaron los recortes y las exenciones. El entusiasmo inicial se trocó en temor y escepticismo. Además, España es un país diverso y relativamente bien conservado en el ámbito europeo, así que la red Natura 2000 empezó a vislumbrarse como una amenaza. No hay fondos de cohesión que compensen tanta renuncia. El desconcierto ha llegado a tal extremo, que WWF/Adena acaba de editar un informe para desmentir los falsos mitos que lleva aparejados la red Natura 2000. En este informe se deja bien claro que, lejos de suprimirse, la agricultura y la ganadería serán futuros aliados de la red, eso sí, mientras se practiquen con criterios tradicionales. La caza no estará prohibida, salvo en los humedales cuando se utilice munición de plomo. Al contrario que en otros espacios protegidos, no se contempla la expropiación de terrenos. Y, en cuanto a las infraestructuras, lo único que exige es que se evalúe su impacto sobre hábitats y especies protegidas. Cristina Rabadán, responsable de la red Natura 2000 en WWF/Adena, ha sido tajante: “no puede ser considerada como un obstáculo para el hombre, sino todo lo contrario, es una oportunidad para las áreas rurales, particularmente para las más desfavorecidas.” En otras palabras, una cosa es que la actividad humana esté plenamente integrada en la red Natura 2000 y otra muy distinta que todo el monte sea orégano.
Rafael Serra