Mirlos y zorzales, junto a otras aves que consumen frutos silvestres, contribuyen a dispersar las semillas de un buen número de plantas y, en consecuencia, a modelar la estructura del paisaje vegetal. Sin embargo, la creciente presión de la caza y las alteraciones de las costumbres migratorias provocadas por el cambio climático pueden modificar profundamente este escenario.
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La insaciable ocupación del territorio por parte del ser humano está provocando una enorme transformación de los hábitats naturales que, junto con el cambio climático, las invasiones biológicas y la sobreexplotación de recursos, conduce a una pérdida de biodiversidad a escala planetaria. Con el objetivo de paliar esta tendencia, se vienen impulsando políticas globales y locales de conservación dirigidas a especies concretas que han sufrido mermas evidentes en su abundancia o en su área de distribución. Sin embargo, el término biodiversidad alude a la variabilidad biológica en todas sus formas y a lo largo de todos los posibles grados de organización, desde los genes hasta los hábitats, pasando por las especies (biodiversidad estructural) y por los procesos que tienen lugar en el seno de los ecosistemas (biodiversidad funcional). Por eso son cada vez más numerosas las voces, tanto académicas como sociales, que demandan una política de conservación que considere no sólo los elementos estructurales de la biodiversidad, sino también esos procesos que garantizan el funcionamiento, la supervivencia y, en definitiva, el mantenimiento a largo plazo de los sistemas ecológicos (1).
La perspectiva funcional de la conservación de la biodiversidad requiere, no obstante, establecer vínculos claros entre especies, o grupos de especies, y funciones ecológicas. En algunos casos, hay procesos ecológicos importantes que están controlados de forma desproporcionada por especies muy concretas (las llamadas “especies clave”) que han de considerarse de forma prioritaria como organismos diana de las políticas de conservación. Por ejemplo, los programas de reintroducción de grandes depredadores en el norte de Estados Unidos responden, en parte, a las necesidades de control de las poblaciones de ungulados salvajes y su desproporcionado impacto sobre la estructura y dinámica de las comunidades vegetales. Así, existen proyectos de reintroducción de especies ya extintas en la región, como el lobo (Canis lupus), o bien ecológicamente extintas (debido al escaso número de ejemplares que viven en su actual área de distribución), como la pantera de Florida (Puma concolor coryi).
Más frecuentemente, las funciones ecológicas se atribuyen a conjuntos de especies (“gremios” o “grupos funcionales”) que comparten un mismo papel en la regulación de los procesos tróficos o energéticos en un ecosistema dado: por ejemplo, productores primarios, polinizadores, detritívoros y depredadores. Esta clasificación conlleva una simplificación de la biodiversidad estructural, ya que finalmente se ignora la propia identidad de las especies en beneficio de su papel en el ecosistema. La idea de que ciertas especies tienen un papel equiparable en el funcionamiento del ecosistema se conoce como “hipótesis de redundancia funcional”. Esta hipótesis asume, de alguna manera, que las especies redundantes son sustituibles unas por otras y que la pérdida de una determinada función ecológica sólo se produce a partir de un cierto umbral de extinción de especies. Como puede imaginarse, asumir esta base conceptual puede tener importantes repercusiones en términos de conservación, al plantear cuestiones como ¿es necesaria la protección estricta de todas las especies si son claramente redundantes en su función ecológica? O ¿podemos asumir la extinción de una proporción dada de especies mientras los procesos ecológicos globales no se vean aparentemente afectados? El debate académico sobre estas preguntas ha sido, y sigue siendo, intenso (2). La postura actual de consenso se orienta a considerar que determinadas funciones y servicios del ecosistema dependen de valores máximos de biodiversidad estructural y que la eliminación de determinadas especies en ciertas comunidades puede provocar extinciones en cascada, que arrastran al resto de las especies y causan daños irreparables en el funcionamiento general de los ecosistemas (1, 2, 3).
Una vez establecidos los vínculos teóricos entre biodiversidad, funciones ecológicas y criterios de conservación, planteamos este artículo con el objetivo de denunciar la deficitaria protección en nuestro país de un grupo de aves, los mirlos y zorzales (pertenecientes al género Turdus), con una relevante función ecológica en nuestros hábitats forestales: la dispersión de semillas de plantas leñosas.