Patrones geográficos para la llegada primaveral de aves transaharianas
Por Oscar Gordo, Juan José Sanz y Jorge Miguel Lobo
Miércoles 22 de octubre de 2014
Todos los años llegan desde África millones de aves migratorias a nuestras latitudes. Para la mayoría de la gente, este suceso no deja de ser un signo más del inicio de la primavera. Pero detrás de cada una de esas aves se esconde una increíble odisea que se inició semanas antes en alguna remota región tropical y que la ha llevado a recorrer miles de kilómetros hasta alcanzar su zona de cría.
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La migración de las aves es uno de los fenómenos más fascinantes de la naturaleza y por eso lleva despertando la admiración y la curiosidad del hombre desde tiempos inmemoriales. ¿De dónde venían todas esas aves que aparecían en ciertas épocas del año y a dónde se iban cuando desaparecían? Algunas de las respuestas que se dieron antaño pueden resultarnos hoy cómicas, pero hubo un tiempo en el que se creyó firmemente que las aves se escondían para hibernar, que ciertas especies se convertían en otras e incluso que algunas migraban a la luna. Varias de estas ideas erróneas perduraron sorprendentemente durante muchos siglos entre la comunidad científica. Por ejemplo, en sus Migrationes Avium de 1757 Linneo seguía defendiendo las teorías de Aristóteles y aseguraba que las golondrinas se enterraban en los fangos de lagos y bahías de manera similar a los anfibios para pasar el invierno y emerger de su entierro llegada la primavera.
No fue hasta principios del siglo XIX cuando empezaron a realizarse de manera sistemática los primeros estudios sobre la migración de las aves con el propósito de averiguar a dónde iban y de dónde venían ciertas especies. Se comenzó de la manera más simple posible: observando. La lenta pero incesante acumulación de información acerca de cuándo y dónde llegaban, pasaban o se iban, dio sus frutos y a mediados del XIX ya se conocía el calendario de estancia de muchas especies e incluso algunos autores se aventuraron a esbozar las principales rutas migratorias que debían atravesar el continente europeo. Las numerosas expediciones naturalistas a África también fueron trascendentales al observar y recolectar en invierno ejemplares pertenecientes a las mismas especies que se encontraban en Europa sólo durante la primavera y el verano. No en vano, dos siglos antes el naturalista francés Pierre Belon ya decía que las planicies egipcias se tornaban blancas de tantas cigüeñas como allí se concentraban en septiembre y octubre, y no iba desencaminado al decir que se marchaban a África porque allí no hacía tanto frío en invierno como en Europa, mientras que regresaban aquí para huir del calor tórrido del desierto en verano.
Precisamente fue una cigüeña, cazada en 1822 en Alemania, el ave que proporcionó la primera prueba material de que había estado en África, al encontrársele clavada una flecha que por sus características pertenecía a alguna de las tribus que por aquel entonces poblaban la región occidental subsahariana. Casos similares de cigüeñas asaeteadas se han ido repitiendo desde entonces, pero hasta la introducción del anillamiento a finales del siglo XIX no se pudieron establecer vínculos inequívocos entre sus lugares de origen y destino. Esto permitió trazar con precisión las zonas de paso e invernada de muchas especies y poblaciones. No obstante, después de un siglo y con decenas de millones de individuos marcados, el anillamiento sigue resultando infructuoso para muchas especies debido a las bajísimas tasas de recuperación, lo que genera, aún hoy, importantes lagunas sobre aspectos básicos de la migración de algunas aves. Ciertas técnicas desarrolladas en las últimas décadas, como el control por radar, el seguimiento vía satélite o el estudio de los isótopos estables, nos hacen encarar el siglo XXI con posibilidades insospechadas para el estudio de los patrones migratorios.
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