Por César-Javier Palacios, Emilio Blanco, Bernabé Moya, José Moya, José M. Alcañiz, Ignacio Abella y José Plumed
¿Qué debemos hacer con nuestros árboles monumentales? Si los ignoramos, malo; si los jaleamos, peor. Todo depende del estado y la ubicación de cada ejemplar. No es lo mismo un árbol urbano, habituado al trasiego de personas, que otro campestre o incluso silvestre.
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Tradicionalmente olvidados por las administraciones públicas a pesar de su alto valor natural e histórico, los árboles singulares han pasado en muy poco tiempo del anonimato a la fama. Mientras su popularidad ha ido creciendo de manera exponencial, las normas de protección efectivas para tan delicadísimos seres, o no han llegado con la mínima eficacia, o se han quedado en el papel, o incluso todavía no existen.
Muchas veces, y con la mejor de nuestras intenciones, estamos arrojando a estos auténticos gigantes de cristal a los pies de miles de turistas ávidos de algo aparentemente tan inocuo como abrazar o trepar a un ser varias veces centenario. Pero, al igual que es posible matar una vaca a besos, también es perfectamente posible matar a un tejo milenario con abrazos. Tan sólo hacen falta miles de ellos en muy poco tiempo.
A mediados de noviembre del año pasado, expertos en árboles singulares y representantes de empresas de senderismo se reunieron en La Casa Encendida de Madrid en dos días de jornadas bajo el título Riesgos de la divulgación ambiental y el turismo verde. En ellas se analizó este impacto, tratando de buscar soluciones que mitiguen la creciente presión de las actividades humanas sobre el medio natural. Porque las visitas masivas a los árboles monumentales, y a rincones mantenidos hasta ahora prácticamente inalterados, se están convirtiendo en una variante del turismo verde incontrolado que ya supone un serio peligro para la supervivencia de muchos de estos ejemplares en toda España. El problema no sólo afecta a los árboles singulares localizados en zonas remotas y especialmente bien conservadas, sino también a los propios espacios naturales donde éstos se encuentran, además de a otros rincones remotos hasta ahora inalterados.
La buena noticia era evidente: en nuestra sociedad cada vez hay mayor interés por la naturaleza. Tanto, que muchos pagan gustosamente a empresas especializadas para que les lleven a lugares perdidos de gran belleza, sólo por el placer de caminar y aprender. La mala noticia es igualmente evidente: las administraciones públicas no cumplen con su obligación de velar por la protección efectiva de estos lugares. No existen planes eficientes de gestión que determinen la capacidad de carga turística que en realidad pueden asumir los principales espacios naturales sin degradarse, ni cuentan con suficiente personal de vigilancia para evitar un acceso masivo a las zonas más frágiles y sensibles. Para colmo de males, muchos árboles singulares, que por su estado y situación deberíamos considerar como “intocables”, crecen en lugares sin protección o están en meras reservas de gestión forestal, donde sus responsables, poco amigos de la conservación de los ejemplares viejos, son más peligrosos que benefactores.
En nuestra opinión, ha llegado el momento de lanzar una llamada de atención sobre un fenómeno por todos deseado pero que empieza a escapársenos de las manos. El consumo de naturaleza, con el consiguiente aumento de las visitas a sitios de una fragilidad extrema, puede hacer realidad el refrán de que “hay amores que matan”.