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El último artículo de Darwin

Sobre la dispersión de los bivalvos de agua dulce

Texto y fotos: Arturo Valledor de Lozoya

Miércoles 22 de octubre de 2014
Despedimos el Año Darwin con un artículo sobre la última contribución científica del célebre naturalista británico, publicada sólo dos semanas antes de su muerte. Estaba dedicada a las estrategias de dispersión de los bivalvos de agua dulce, un tema bastante oscuro a finales del siglo XIX, ya que todavía no se conocía con detalle el ciclo vital de estos moluscos.


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El 19 de abril de 1882, a los 73 años de edad, Darwin fallecía en su hermosa mansión campestre de Down House. Apenas dos semanas antes, el 6 de abril, la revista semanal Nature había publicado su último trabajo, una nota titulada Sobre la dispersión de los bivalvos de agua dulce. Darwin la iniciaba señalando la gran similitud que, en regiones muy distantes entre sí, tienen esas y otras especies que habitan en aguas dulces, en contraste con las grandes diferencias exhibidas por los animales terrestres, y eso pese a que cada cuenca fluvial es independiente de las aledañas. El famoso naturalista ya había tratado este tema en el decimotercer capítulo de El origen de las especies. Allí atribuyó tales semejanzas a cambios en el nivel de las tierras que originaron que los ríos vertiesen unos en otros y, en el caso de los moluscos de agua dulce, también a su dispersión por medio de aves acuáticas. A este efecto relataba su experiencia con un pato al que puso en un acuario donde habían sido incubados huevos de moluscos, sin especificar la especie. Un gran número de individuos juveniles se adhirieron a los pies del pato y sobrevivieron allí entre doce y veinte horas, tiempo en el que, según Darwin, el ave podría haber volado mil kilómetros.

En su última nota, Darwin hacía referencia a otra colaboración sobre el mismo tema que ya había publicado cuatro años antes en Nature, el 30 de mayo de 1878, esta vez con el título de Traslación de conchas. Después de la aparición de El origen de las especies, Darwin recibía cartas de todo el mundo y aquella nota de 1878 hacía referencia a la enviada por un estadounidense llamado Arthur Gray, que le ofrecía una prueba para corroborar su idea de que las almejas de agua dulce podían ser transportadas por las aves acuáticas. Se trataba del dibujo de la pata de una cerceta aliazul (Anas discors) cazada en un río de Massachusetts con una de esas almejas aferrada a un dedo, en concreto un ejemplar de Unio complanatus, posiblemente mal identificado ya que esta especie es europea. En cualquier caso, la almeja estaba viva cuando la cerceta fue abatida.

Por su parte, la nota de 1882 se refería a otra carta que relataba algo muy parecido, sólo que ahora el agente dispersor no era un ave, sino un escarabajo, y la almeja pertenecía a la otra gran familia de bivalvos que, junto con la de las náyades o unionoideos, ha colonizado las aguas dulces: los diminutos esféridos. El corresponsal de Darwin era esta vez un tal Walter Crick, un fabricante de zapatos de Northampton con afición por las Ciencias Naturales y el coleccionismo de fósiles. De él cabe decir además que un nieto suyo llamado Francis Crick, al que nunca llegó a conocer, publicó en 1953 en Nature un artículo de sólo dos páginas cuya importancia le valió el Premio Nobel de Medicina de 1962, compartido con su colaborador James Watson. El tema era la estructura del ADN, molécula sobre cuya secuencia se producen las mutaciones y que encierra el sustrato íntimo de la variación individual y, por tanto, de la evolución de las especies por la selección natural.