Miércoles 22 de octubre de 2014
El domingo 31 de enero El País abría con una foto espectacular a cinco columnas: tres barcas volvían a navegar por las Tablas de Daimiel, después de muchos meses (o años) de escasez crónica de agua. Quizá fuera la primera vez que el diario más leído de España dedicaba la portada del domingo a una noticia ambiental. El mensaje, por una vez, era positivo: “La resurrección de Daimiel”. Semanas atrás se habían disparado todas las alarmas en el más pequeño de nuestros parques nacionales. La turba, el sustrato seco del humedal, había entrado en combustión espontánea. Siniestras fumarolas se elevaban aquí y allá sobre el paisaje de las Tablas. La pérdida de su estatus como espacio protegido volvía a cernerse sobre el icono de La Mancha Húmeda. Pero las copiosas nevadas de enero y un escuálido y polémico trasvase desde el Tajo habían vuelto a inyectar el agua que necesitaba un parque herido de muerte. La situación de emergencia había pasado, los incendios estaban sofocados y el agua encharcaba de nuevo las Tablas, hasta el extremo de que volvían a ser navegables. ¿Todo resuelto? En absoluto.
Políticos y periodistas dedican ahora su atención a asuntos más acuciantes. Pero el problema de fondo se mantiene con tozudez y plena vigencia. Todo depende de la gestión del agua y allí, en Daimiel, impera la ley de la selva. Nadie sabe cuántos pozos ilegales hay en torno a las Tablas, los acuerdos de riego no se respetan, los contadores de agua nunca funcionan –y, si funcionan, se rompen–, nadie cumple con lo pactado y, lo peor de todo, se alienta un modelo de agricultura totalmente insostenible. No ya desde un punto de vista ambiental, sino incluso económico. El fin irrenunciable es mantener la renta de los agricultores, aunque sea a costa de disparatadas subvenciones, evitar conflictos sociales y amarrar unos cuantos votos para las siguientes elecciones. Todo lo demás es secundario, incluido, por supuesto, el parque nacional, ese maldito terreno improductivo donde los patos son más importantes que las personas.
Para remate, ni siquiera las soluciones invitan al optimismo. La lluvia y la nieve, en cantidades excepcionales, fueron los verdaderos bomberos que terminaron con los incendios. En cuanto al trasvase de agua, se hizo desde el Tajo y no desde la cuenca del Guadiana, a la que pertenece Daimiel, como reclamaban todas las organizaciones ecologistas. En este mismo número de Quercus (págs. 58-59), Alberto Fernández Lop pone el dedo en la llaga: “Daimiel sólo se salvará cerrando pozos y reduciendo los regadíos”. No es un dilema ambiental, sino agrario. Una endiablada maraña cuyo único propósito es convertir el agua, tan escasa como valiosa, en mal vino. Las vides de secano se han ido convirtiendo en espalderas de regadío, que producen más pero de peor calidad. Por supuesto, la Junta de Castilla-La Mancha ha promovido con entusiasmo esta transformación de los viñedos tradicionales, sin importarle lo más mínimo la sobreexplotación del Acuífero 23.
¿Quién se acuerda ahora de aquella sentencia del Tribunal Constitucional que asignaba a las comunidades autónomas la gestión de los parques nacionales? El siguiente capítulo quizá se escriba en Doñana y esté protagonizado por los cultivos de fresas con aguas asimismo ilegales, detraídas con idéntica impunidad de la joya de la corona.