El célebre y severo capitán de la Bounty
Miércoles 22 de octubre de 2014
Pocos personajes han sido tan injustamente tratados por la posteridad como William Bligh, ni hechos históricos tan mal entendidos como el motín de la Bounty. Ninguna de sus versiones cinematográficas es ecuánime: ni la de 1935 con Charles Laughton y Clark Gable, ni la de 1962 con Trevor Howard y Marlon Brando, ni la de 1984 con Anthony Hopkins y Mel Gibson, aunque esta última sea la más próxima a la realidad. Bligh no fue el sádico capitán aficionado al látigo que el cine ha mostrado y sí uno de los más grandes marinos ingleses. El presente artículo pretende enjuiciar mejor su valía humana y, sobre todo, descubrir un aspecto inédito del personaje: sus contribuciones a la historia natural.
Nacido en Saint Tudy, cerca de Plymouth (Inglaterra), en el seno de una familia acomodada de origen galés, Bligh empezó su carrera a los siete años como sirviente del capitán del Monmouth y luego fue marinero de primera y guardiamarina en otros barcos. A los 21 años y por sus dotes para la cartografía fue nombrado contramaestre del Resolution en el tercer viaje de Cook. En ese barco también iban como guardiamarinas George Vancouver y un jardinero de los Kew Gardens llamado David Nelson, que más tarde se embarcaría en la Bounty. En aquella ocasión Bligh navegó por Tasmania, Nueva Zelanda, Tahití, las islas del Pacífico, Norteamérica y Alaska. Estuvo pues presente cuando James Cook fue asesinado por los nativos de Hawai, sobre lo cual dejó escrito que “todo ese asunto no duró ni diez minutos y en él no se demostró una pizca de valor.” De Cook aprendió a recoger información sobre la historia natural y la etnología de los lugares por donde pasaba, a ser enérgico con sus hombres y, sobre todo, a evitar el mal que tantas víctimas y naufragios causaba en los grandes viajes marítimos de la época: el escorbuto. Por eso, aunque hasta 1795 no fue obligatorio el consumo de limones en los barcos de la Royal Navy, el zumo de limón, el chucrut, el ejercicio y la limpieza consiguieron que en la larga travesía de la Bounty desde Inglaterra a Tahití, con una única escala en la isla de Tenerife, sólo muriera un hombre. También apoya el interés de Bligh por una tripulación sana y feliz la presencia en aquel viaje de un músico para que los hombres hicieran ejercicio bailando y disiparan su melancolía o su agresividad.
Aunque ciertamente de carácter vehemente, con arrebatos de ira y de lenguaje desenfrenado, Bligh aplicaba castigos con menor frecuencia que Cook, lo que pudo ser interpretado por la marinería como señal de debilidad. Según el maestro velero de la Bounty, gente que por las ordenanzas merecía la horca sólo recibió una docena de latigazos. Además, aparte de que Bligh no impresionaba por su aspecto, pues era de estatura media tirando a baja, en la Bounty no había infantes de marina que apoyaran su autoridad. De hecho, un joven entusiasta de la historia natural llamado William Lockhead estuvo a punto de embarcar, pero no lo hizo porque Lord Selkirk, que lo recomendaba, vio que en el barco no había fuerza de seguridad. Como remate, durante los seis meses que la tripulación pasó en Tahití a la espera de que el árbol del pan pudiera ser transplantado, la disciplina se relajó y se formaron lazos sentimentales entre los marineros y las nativas, a las que Bligh describió como “hermosas, dulces y con la suficiente delicadeza para hacerse admirar y ser queridas, pero poco dispuestas a refrenar sus inclinaciones animales ya que sus favores podían comprarse con un simple clavo.” Los ingredientes para que, de regreso a la rutina y a las penalidades de una larga navegación, se desatara el motín estaban servidos.
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