Miércoles 22 de octubre de 2014
De todos es sabido que la agricultura ha sido siempre un sector fuertemente intervenido. Claro que también lo están la ganadería, la minería, los carburantes… No deja de ser curioso que las actividades productivas con mayores consecuencias para el entorno natural sean también las más insostenibles. Es decir, las menos capaces de sostenerse por sí mismas. ¿Qué ha sido de los paladines del libre mercado?
Pero no se trata de cuestionar sacrosantos conceptos macroeconómicos, sino de echar un vistazo a la reforma de la Política Agraria Común, la célebre PAC, cuyas directrices hasta el año 2013 están diseñándose en estos momentos. También es sabido que si la renta rural no se aproxima a la renta urbana la reacción inmediata es el éxodo hacia las ciudades. Por más que nos parezca extraño este cambio entre lo natural y lo artificial, entre lo abierto y lo cerrado, los sociólogos tienen bien estudiado el fenómeno. Manda el dinero y la gente es capaz de abandonar vida, hacienda y terruño por un puñado de monedas, o por su nebulosa promesa. Así que los políticos que rigen nuestros destinos colectivos tratan de fijar a la población rural con ventajas económicas de todo tipo, aunque desvirtúen el mercado, entre las que se encuentran las contempladas en la PAC. Por eso no es extraño que, en estos tiempos de reflexión, tanto WWF España como SEO/BirdLife hayan pedido a la Comisión Europea una nueva PAC que se comprometa tanto con el medio ambiente como con los ciudadanos. Sobre todo si se tiene en cuenta que el sector agrario absorbe la mayor partida del presupuesto comunitario y extiende su influencia sobre el 80% del territorio.
Lo más importante es que esos beneficios que perciben agricultores y ganaderos queden sujetos a contrapartidas ambientales como uno de los objetivos específicos de la nueva PAC, incluida la gestión del agua, tan decisiva en nuestro país. De ser así, mal se presentaría el futuro para los delincuentes que excavan pozos ilegales en los aledaños de algunos espacios protegidos, o incluso dentro de ellos, como ocurre en Doñana o en las Tablas de Daimiel.
Otro dislate es que la mayor parte de las ayudas de la PAC vayan a parar a la agricultura intensiva, la que cuenta en teoría con mayores recursos y ejerce una mayor presión sobre el medio, mientras que las prácticas tradicionales y más sostenibles, como la ganadería extensiva o las fincas que han quedado integradas en la red europea Natura 2000, solamente reciben apoyos marginales.
Así que WWF España y SEO/BirdLife están cargados de razón cuando exigen al Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino que apoye las medidas que se están estudiando ahora para mejorar la sostenibilidad global de la agricultura europea. Es lo menos que cabe esperar de un ministerio que reune en su seno al medio ambiente, biodiversidad incluida, y a la agricultura. Además, y a diferencia de otros países vecinos, en España todavía hay muchos agricultores y ganaderos tradicionales que podrían beneficiarse de estas ayudas. El problema de fondo radica en que cada agricultor descontento es un voto que se pierde y, claro, ante semejante amenaza pierde peso la defensa del interés común, la reforma de la PAC, las instituciones europeas y hasta el liberalismo económico. Por no hablar de la biodiversidad.