Miércoles 22 de octubre de 2014
Años después de que los grupos ecologistas empezaran a dar la voz de alarma sobre los peligros ambientales que entraña la especulación urbanística desaforada, sobre todo en las costas del Mediterráneo, por fin empiezan a exigirse responsabilidades a los promotores de tantos y tantos desaguisados. Todo el mundo ha oído hablar ya de Marbella, El Algarrobico, Las Navas del Marqués y Andratx, lugares bien aireados por los medios de comunicación, pero hay otros muchos pendientes de aflorar. Tanta urbanización con campo de golf no podía ser buena, ni siquiera legal. Pocos alcaldes de este país han resistido la tentación de obtener ingresos municipales –y, a veces, no tan municipales– por la vía de la recalificación de terrenos y la concesión de licencias de obras. Animados incluso por ese afán tan nuestro de superar como sea a los del pueblo de al lado. La cosa ha llegado a tal extremo, que las principales empresas constructoras españolas empiezan a considerar agotado el mercado español y han puestos sus ojos en el vecino Marruecos. El tsunami de ladrillos y cemento ha cambiado de rumbo y, arrasada la orilla norte, se dirige ahora hacia la orilla sur.
La fuerza que impulsa al tsunami urbanizador es, cómo no, el dinero. En particular, la ganancia fácil, el pelotazo. Las trabas puestas a su avance son fáciles de soslayar y también de desautorizar como contrarias al progreso, al desarrollo económico. Pero vivimos en una sociedad civilizada y es preciso apaciguar ciertos escrúpulos bienintencionados que, lejos de aportar un argumento valioso al proceso, han terminado por convertirse en un trámite molesto. Los estudios de impacto ambiental son, sin lugar a dudas, uno de ellos. En su inmensa mayoría se resuelven a favor del beneficiario de las obras, que debe pagar un peaje en forma de contrapartidas ambientales. Ya se encargará él de repartir las cargas entre los futuros compradores, lo que también contribuye a encarecer la vivienda.
Esto lo conocemos bien. Pero hay otro colectivo molesto que también pone trabas al libre albedrío de la obra pública o privada. No es tan conocido como el de los ecologistas, pero persigue fines similares: se trata de los arqueólogos. Si biólogos y ecologistas tratan de salvar el patrimonio natural, los arqueólogos intentan hacer lo mismo con el patrimonio histórico. ¿Hay algo más aberrante que unas obras, a todas luces de interés general, queden interrumpidas por unos árboles que pueden trasplantarse a cualquier otro sitio o unas ruinas que estarían mejor sepultadas en un museo? En estos casos, el interés de los promotores es solventar cuanto antes el expediente, pagar la factura y, con todos los papeles en regla, seguir contribuyendo a la boyante economía española. He ahí la prioridad de nuestra sociedad, cada vez menos inclinada, no ya a respetar, sino a defender sus bienes naturales y culturales.
Buen ejemplo de todo lo anterior es el caso de la Vega Baja de Toledo, donde está previsto construir 1.300 viviendas, eso sí, sobre restos de la antigua capital visigoda datados en los siglos VI y VII. Hay varios empresarios urbanísticos implicados en el proyecto y todos están obligados a presentar un estudio arqueológico. Vamos, algo así como un informe de impacto ambiental. Mientras empiezan o no las excavaciones, ya se habla de una “lógica compatibilidad entre restos y desarrollo urbano”. ¿Alguien se atreve a apostar sobre el destino de la Vega Baja?