Tribuna
Miércoles 22 de octubre de 2014
Asistimos a la revalorización del paisaje como elemento patrimonial nacido de la amalgama entre naturaleza y cultura. Pero aunque crece la preocupación por conservar territorios percibidos a menudo como fruto de la huella secular del hombre, la participación pública en este proceso es aún insuficiente.
Es creciente la presencia de voces de la sociedad que, bien mediante artículos en la prensa, alegaciones en procesos de información pública o el intercambio de opiniones, muestran su preocupación por los cambios en el paisaje. Esto no debe entenderse únicamente como una crítica al modelo socio-económico industrial asentado en la creencia de que desarrollo y progreso van unidos a crecimiento sin límites.
Es también una demanda de colaboración para definir el paisaje del territorio donde vivimos, ya que con frecuencia no vemos con buenos ojos cómo es modificado por elementos industriales –líneas de alta tensión, parques eólicos, canteras– o por una explotación intensiva de los recursos agrícolas, ganaderos y forestales.
Los procesos de autorización de esos proyectos, que nos llegan bajo la bandera del desarrollo, se han olvidado de la participación directa de los afectados, respecto a aspectos cruciales de su calidad de vida. Pero son esos afectados los que tendrían que decidir qué entienden por desarrollo y qué valores lo simbolizan realmente. La simpatía de gran parte de la población a las voces que se alzan en contra de esos proyectos indica que una amplia mayoría no ve que llegue el tipo de riqueza que quiere, ni siente que sea la manera en que debemos crecer personal y socialmente.
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