Miércoles 22 de octubre de 2014
Veinte años. Ya han pasado veinte años desde que en 1992 se celebrara la famosa Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Los lectores más veteranos de Quercus recordarán que por aquel entonces dedicamos una sección periódica a desentrañar los preparativos y las conclusiones de tan magno evento. No volveremos a hacerlo, a pesar de que esté convocada una nueva Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible en esa misma ciudad brasileña para el próximo mes de junio. La experiencia de estas dos décadas nos indica que no merece la pena. Como reza su enunciado, la que desde sus inicios se conoce como Río + 20 vuelve a centrar su interés en el concepto de desarrollo sostenible, pero desde la perspectiva de una economía verde. Si “desarrollo sostenible” ya era un término resbaladizo, que cada cual ha interpretado a su conveniencia, “economía verde” parece ser una patente de corso para pintar de ese color el ultraliberalismo económico que hoy domina el mundo globalizado. Lo que se pretende es un imposible: mantener el actual estado de cosas y arbitrar medidas en defensa de los recursos naturales que sostienen, directa o indirectamente, cualquier tipo de actividad económica, ya sea verde, blanca o negra.
De aquí a junio se hablará mucho de Río + 20, acudirán delegados de cientos de naciones, los medios de comunicación destacarán enviados especiales (si la crisis no lo impide), los debates serán largos e intensos, las conclusiones llenarán cientos de páginas (virtuales y reales) y de tanto esfuerzo surgirá un documento, ponderado, tibio y repleto de buenas intenciones, que absolutamente nadie cuenta con que tenga alguna relevancia práctica. Carpetazo y a esperar a Río + 40 para repetir la pantomima. Seguro que nuestras autoridades ambientales se mueven como pez en el agua en estas reuniones tan glamurosas, mediáticas y vacías de contenido.
La realidad, en cambio, es bien tozuda. El planeta está habitado por 7.000 millones de seres humanos y se espera que sean 9.000 millones en el año 2050. Los recursos seguirán siendo los mismos, pero las necesidades de esa creciente población irán en aumento. Somos una especie insaciable y, en términos estrictamente biológicos, nuestro papel podría equipararse al
de una plaga. El Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) ha calculado que, para ese año 2050, la humanidad necesitará tres planetas Tierra para cubrir sus demandas energéticas y alimentarias. Aquí es donde entra en escena la economía verde, capaz
de atender tales necesidades por el camino de la intensificación, es decir, los cultivos transgénicos y los biocombustibles. Otro problema será cómo repartir esos bienes, cada vez más apetecidos, entre un mayor número de pretendientes. No hace falta ser muy avispado para vaticinar tensiones y desequilibrios en los años venideros. Aparte de que eso de vivir por encima de nuestras posibilidades no parece un defecto exclusivo del españolito medio, sino una aspiración legítima de cualquier hijo de vecino.
¿Un panorama sombrío? Pues sí. ¿Resignación? En absoluto. Como han dicho las ONG ambientales en innumerables ocasiones, como si clamaran en el desierto, otro mundo es posible. Pero es preciso vencer tales inercias que el cambio se vislumbra revolucionario. Lo que ya no es de recibo es que la orquesta siga tocando mientras se hunde el Titanic y la conferencia de Río + 20 es como la octava sinfonía de Mahler, conocida entre los melómanos como “la de los mil” debido a la enorme cantidad de músicos y cantantes que hay que reunir para interpretarla.