Miércoles 22 de octubre de 2014
Los llamados “corredores ecológicos” pueden mitigar los efectos de un problema tan generalizado como la fragmentación de hábitats, sobre todo si hablamos de áreas protegidas. Pero es necesario gestionarlos adecuadamente, con el fin de minimizar la diseminación de especies exóticas invasoras.
Juan Carlos Guix
jcguix@pangea.org
Gran parte de los ecosistemas terrestres de nuestro planeta se encuentra fragmentada. En Europa, Asia, África y el Nuevo Mundo la actividad humana ha reducido grandes extensiones de vegetación nativa a meros pedazos, que son como islas en medio un mar de cultivos.
Zonas urbanas y diversas infraestructuras viarias constituyen verdaderas barreras que dificultan, o en algunos casos incluso interrumpen, el contacto entre poblaciones de plantas y animales. La primera consecuencia es la reducción del flujo de genes entre las poblaciones aisladas.
Uno de los santos griales de la conservación de los espacios naturales, sobre todo si hablamos de áreas legalmente protegidas, ha sido facilitar la conectividad entre ecosistemas más o menos aislados entre sí. En las últimas décadas se han impulsado los llamados “corredores” (ecológicos, biológicos y de fauna, entre otros), con el fin de aumentar la permeabilidad biológica y mantener la diversidad y funcionalidad de los ecosistemas que se pretende conservar. Pero, ¿sabemos realmente qué estamos conectando? En la mayoría de los casos, no.
Pie de foto: La hierba carmín es una de las especies más frecuentes en los corredores ecológicos mediterráneos de Europa (foto: J. C. Guix).
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