Viernes 27 de febrero de 2015
Ha pasado ya más de una década desde que la avalancha de normativa sobre sanidad animal, para atajar la crisis de las vacas locas, privó a las rapaces necrófagas de una fuente de alimentación decisiva. Es decir, del ganado que se abandonaba muerto en el campo o era arrojado a los muladares tradicionales. Luego fueron precisos años de negociaciones orientadas por científicos y conservacionistas para que la obligación legal de retirar y eliminar las reses muertas se fuese relajando. Con las necesarias garantías sanitarias, se ha ido abriendo poco a poco la mano: primero mediante puntos de alimentación artificial para las aves carroñeras y, más tarde, autorizando que en determinadas zonas los restos ganaderos quedasen abandonados como ocurría antaño, sin tener que destruirlos o depositarlos en plantas de tratamiento.
Hubo que contrarrestar las decisiones tomadas por la lejana burocracia comunitaria, y replicadas luego por nuestras Administraciones, con una buena dosis de didáctica sobre el valor y la peculiaridad de las poblaciones ibéricas de buitres, enormemente representativas a escala europea. Por no mencionar que estas aves son los agentes sanitarios más baratos, rápidos y eficaces que existen. Pero, cuando ya creíamos que esa larga batalla estaba ganada, se ha abierto un nuevo frente de lo más preocupante. La Junta de Castilla-La Mancha publicó el pasado 6 de febrero una orden que limita la posibilidad de que los restos de ungulados silvestres cobrados como piezas de caza mayor se dejen en el campo. La nueva norma obliga a enterrarlos, eliminarlos o trasladarlos a muladares vallados, con el consiguiente gasto y engorro para gestores y propietarios de cotos.
Estas carroñas cinegéticas no son cualquier cosa. En invierno, cuando transcurre buena parte de la temporada de caza, suponen un aporte de alimento extra para especies tan significativas como el buitre negro o el águila imperial. La medida pretende reducir o prevenir la trasmisión de tuberculosis bovina desde la fauna salvaje al ganado. Pero algunos de los más notorios expertos españoles en aves necrófagas, como Antoni Margalida (Universidad de Lleida), Javier Oria (Fundación CBD-Hábitat), José Antonio Donázar (Estación Biológica de Doñana), José Antonio Sánchez-Zapata (Universidad Miguel Hernández de Elche) y José Tavares (Vulture Conservation Foundation), ven un celo excesivo en el hecho de que los buitres no puedan aprovechar in situ los restos de aquellas piezas cobradas. Sobre todo cuando un veterinario ha dictaminado que están libres de la enfermedad y que su carne es apta incluso para el consumo humano.
“La limitación de la disponibilidad de carroña para la alimentación de especies que actúan como potenciales vectores de la tuberculosis bovina (por ejemplo, los jabalíes) no tiene sentido cuando los subproductos aportados están exentos de riesgo sanitario”, indican en un comunicado conjunto estos cinco investigadores. Que sí temen, sin embargo, que otras comunidades autónomas se contagien del brote normativo de Castilla-La Mancha y sigan sus pasos con decretos similares.
Mientras cada vez más países valoran el plus de biodiversidad y la gama de servicios ecosistémicos que aportan las rapaces necrófagas, hasta el punto de que han empezado a fortalecer o resucitar sus precarias o inexistentes poblaciones de estas aves gracias a reintroducciones de ejemplares españoles, en el nuestro nos seguimos permitiendo el lujo de ignorarlas.
La reciente aprobación en España del diclofenaco como fármaco veterinario, cuyo letal precedente en Asia proyecta hoy una sombra de gran inquietud, o la persistencia de amenazas tradicionales tan difíciles de erradicar como los cebos envenenados, nos indican que aún queda un largo camino para otorgar a nuestros buitres y, en general, a las grandes rapaces, el valor que merecen. Pero, de momento y como mínimo, no se lo pongamos más difícil.
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