Nos llegan muchas invitaciones para conocer sobre el terreno los puntos calientes de nuestra biodiversidad. Pero muy pocas veces podemos aceptarlas, ya que nos come el trabajo diario. Una a la que dijimos que sí, y nos permitió una escapada a la montaña cantábrica, vino desde la Fundación Oso Pardo este verano. El pasado 20 de agosto convocó en Cangas del Narcea (Asturias) un acto para dar a conocer su política de conciliación social en torno al oso pardo, que le ha valido el prestigioso premio Natura 2000 concedido por la Comisión Europea en 2015. Y, ya de paso, aprovechamos la ocasión para intentar observar algún oso.
Allí se habló mucho sobre turismo de naturaleza y, en particular, del centrado en los osos como motor de desarrollo. No estamos en condiciones de desaprovechar el enorme potencial de esta modalidad turística y mucho menos de renegar cuando se centra en la observación de fauna silvestre. Ayuda a tener una percepción más favorable de las especies implicadas, en particular de las que generan tantos conflictos como el oso y el lobo. Zonas loberas por excelencia como La Culebra (Zamora) o Riaño (León) empiezan a consolidarse como destinos privilegiados de ecoturistas deseosos de disfrutar con experiencias únicas. A menudo procedentes de otros países, su afición está generando unos ingresos que ya se consideran una alternativa a los obtenidos tradicionalmente por la caza en estos mismos lugares. Ahora que hemos oído todo tipo de argumentos para negar falazmente los beneficios de un desarrollo compatible con la conservación de la naturaleza (trabas a la actividad económica, destrucción de empleo), estamos obligados a sacar pecho ante la esperanza de un turismo que depende de un entorno respetado y bien conservado. Ahora bien, tampoco podemos pecar de ingenuos.
Hace un año, el biólogo Andrés Ordiz (Quercus 341, 14-21) y la propia Fundación Oso Pardo (Quercus 342, 80-82) abrían en esta revista un debate sobre los efectos indeseables que un turismo mal enfocado puede acarrear a la tranquilidad y al bienestar de los animales que se pretenden observar. No es algo anecdótico. La seducción que ejercen osos, lobos y linces sobre los aficionados a la naturaleza es tal que algunas zonas sensibles reciben ya visitas masivas. No sólo de forma particular y esporádica, sino, cada vez más, a través de empresas especializadas. Es el momento de aplicar algo de sensatez para que un recurso tan interesante para la conservación no se nos vaya de las manos. Ya se intentó en nuestro país con el turismo ballenero y al menos pudo establecerse un código de conducta de obligado cumplimiento para que las embarcaciones dedicadas a esa actividad evitasen molestias y daños a los cetáceos. ¿No ha llegado el momento de hacer algo parecido con la observación de otras especies? Sobre todo si están amenazadas o son más vulnerables debido a la fecha o al lugar donde salimos a su encuentro.
Volvimos de Cangas de Narcea sin haber visto osos. ¿Frustración? Ninguna. El placer de haber recorrido algunos montes donde sabíamos que andaba una osa con sus crías fue más que suficiente. No necesitamos verlos, basta con saber que están ahí y que les va bien. Es una excelente idea que, para ayudarles, sean valorados como recurso turístico. Pero, cuidado, no sea que nuestra pasión nos ciegue y pasemos de aliados a ser un incordio más para su supervivencia.