Miércoles 22 de octubre de 2014
En una reciente conferencia, el ecólogo Simon A. Levin abogaba por estudiar el papel de los límites del caos en la dinámica de los ecosistemas. Abordaremos tan sugerente concepto en este
artículo y también en el siguiente.
Año 1900. Durante el Congreso Internacional de Matemáticas celebrado en París, David Hilbert (1862-1943) presenta una célebre colección de veintitrés problemas que contienen las líneas maestras de lo que, a su juicio, va a configurar la investigación durante el nuevo siglo. Fue un hito en la historia de las matemáticas, ya que todas esas cuestiones abrieron caminos muy productivos en sus respectivas áreas, al margen de que los problemas hayan podido resolverse o no.
Esta historia guarda un notable paralelismo con la protagonizada en 1998 por Simon A. Levin, una de las grandes figuras de la ecología actual. En una serie de conferencias pronunciadas en el Instituto Santa Fe presentó seis cuestiones cruciales con las que tendrá que enfrentarse la ecología para dar respuesta a los problemas ambientales de nuestra época. A una de ellas, el autor concede especial relevancia: ¿la evolución de los sistemas ecológicos conduce a los límites del caos?
¿Límites del caos? ¿Será uno de esos efímeros conceptos acuñados por los científicos para tener materia publicable durante algunos años? El tiempo lo dirá. Pero que alguien de la talla de Levin se haga eco de esta idea nos invita a tomarla muy en serio. De hecho, es tan compleja que vamos a dedicarle dos artículos. Este primero es una crónica de los acontecimientos que condujeron al nuevo paradigma, mientras que en el siguiente veremos cómo puede aplicarse a casos reales.
Algunos antecedentes
Pero antes tenemos que remontarnos al año 1966, cuando John von Neumann, un matemático estadounidense de origen húngaro, se propuso desarrollar una nueva herramienta de simulación –los autómatas celulares– en su búsqueda de un algoritmo capaz de autorreplicarse. ¿Qué es un autómata celular? Básicamente consiste en un espacio n-dimensional dividido en un conjunto de celdas, de tal modo que cada celda puede encontrarse en dos o más estados según las reglas que establecen el estado futuro de cada una de ellas en función de las adyacentes. Según el número de dimensiones que consideremos, podemos encontrar autómatas celulares unidimensionales (formados por una única fila de celdas), bidimensionales (formados por un plano cubierto de celdas, como un tablero de ajedrez) y de tres o más dimensiones. Del mismo modo, según el número de estados en que puede encontrarse cada celda, se habla de autómatas de dos estados (encendido o apagado, blanco o negro, 0 ó 1), tres o más estados.
Pocos años después, el matemático británico John Horton Conway tomaba el testigo para desarrollar el autómata celular más fascinante de todos los tiempos: el juego Vida. Vida es un autómata celular bidimensional de dos estados, es decir, en el que las células medran sobre la cuadrícula de un plano y sólo pueden encontrarse de dos formas: vivas o muertas. La dinámica que determina el destino de todas las células en cada jugada está recogida en tres leyes muy simples:
Supervivencia: cada pieza con dos o tres vecinas sobrevive en la siguiente generación.
Muerte: cada pieza con cuatro o más vecinas muere por sobrepoblación; y, por el contrario, cada pieza con una o ninguna vecina muere por aislamiento.
Nacimiento: cada célula vacía con exactamente tres células vecinas habitadas es una célula natal, donde se origina una pieza en la generación siguiente.
Cuando Martin Gardner describió por primera vez el procedimiento en su sección “Juegos Matemáticos” de la revista Scientific American (octubre de 1970), se desató una reacción sin precedentes. Miles de investigadores y aficionados de todo el mundo se dedicaron a explorar las ilimitadas posibilidades de Vida, armados en su mayoría de un tablero y un puñado de fichas. Fue tal el interés, que llegó a editarse una revista dedicada exclusivamente a Vida llamada Lifeline y pronto aparecieron varios libros sobre el tema.
¿Cuál fue la razón de esta locura colectiva? El escritor Claus Emmeche da algunas pistas al comentar que “el juego es muy simple de entender, fácil de programar, muy divertido y enseguida genera la sensación de ser copartícipe en la creación del universo de posibilidades que se despliegan en semejante autómata celular. Uno puede jugar a sentirse Dios en su propio universo.” En efecto, uno de los aspectos que más fascinan de Vida es su capacidad para generar patrones de comportamiento muy complejos a partir de tres simples reglas.
La gestación de un
nuevo paradigma
Durante los años ochenta y al amparo de la incipiente revolución informática, una nueva generación de investigadores se dedicó a programar el juego Vida en sus primitivos ordenadores personales. Mientras contemplaban absortos el baile errático de las células en la pantalla, debían sospechar que estaban ante la manifestación de un principio más profundo.
Uno de aquellos precursores fue un genio precoz llamado Steve Wolfram, que había publicado su primer artículo científico sobre física de partículas cuando sólo tenía quince años. En 1982, cumplidos los 23, Wolfram pasó a trabajar en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, por donde ya habían pasado figuras de la talla de Einstein y Godel. Wolfram deseaba conocer la dinámica interna de los autómatas celulares, para lo cual tenía que estudiar uno a uno todos los casos posibles. El problema era que el número de reglas de los autómatas bidimensionales, como Vida, era astronómicamente grande, imposible de abordar desde esa perspectiva. Por el contrario, los autómatas unidimensionales eran infinitamente más sencillos, dado que únicamente existen 256 conjuntos de reglas en los sistemas con dos estados (Cuadro 1). Por razones evidentes, Wolfram se decidió por esta segunda opción y, al analizar una a una todas las dinámicas de los distintos conjuntos de reglas, vio que todas ellas podían clasificarse en cuatro categorías según su comportamiento: uniforme, periódico, caótico y complejo, a las que numeró respectivamente como 1, 2, 3 y 4 (Cuadro 2).
Por aquella misma época, otro genio heterodoxo se encontraba a punto de aparecer en escena. En el año 1982, tras una formación académica llena de altibajos y de incursiones en las más variadas disciplinas, Chris Langton recaló en la Universidad de Michigan para hacer un doctorado sobre dinámica de los autómatas celulares. Fue allí donde conoció a Steve Wolfram y pudo explorar sus cuatro clases de comportamientos. Langton quedó fascinado de inmediato por la clase 4, tanto porque parecía encerrar el secreto de la complejidad como porque intuía que en ella se maximizaba el procesamiento de información.
El objetivo que se propuso Langton fue buscar un criterio que permitiera establecer una secuencia con las distintas clases que Wolfram había descrito, del mismo modo que podemos ordenar los distintos colores del espectro visible en función de su longitud de onda. Con este fin definió un parámetro llamado lambda que, de acuerdo con las reglas del autómata celular, permitía cartografiar su comportamiento. El uso de este parámetro demostró que el comportamiento 4 correspondía a una franja muy estrecha situada entre el 2 y el 3. Por esta razón fue bautizado con el sugerente título de “límite del caos”.
El descubrimiento de Langton fue acogido con mucho interés. Era una idea potente y, al mismo tiempo, muy intuitiva: la vida no podía situarse en
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