La sociedad holandesa del siglo XVII, impulsada por el comercio internacional y la burguesía acomodada, propició una época dorada en la historia del arte. Proliferaron los retratos y los bodegones, las escenas cotidianas y los paisajes, incluso las composiciones con animales, en las que Melchior d’Hondecoeter fue un consumado maestro.
Por Juan Varela
Para hablar del Siglo de Oro de la pintura holandesa –el siglo XVII– hay que referirse a la decadencia de los motivos inspirados por la religión o los gustos de la nobleza. La reforma protestante impone en los Países Bajos una serie de exigencias, marcadas por las tesis calvinistas, que rechazan la representación religiosa en las iglesias y la relegan al ámbito privado. Por este motivo, los artistas holandeses se ven obligados a buscar una fuente de inspiración más cercana a la nueva clientela, la burguesía que surge en una Holanda enriquecida tras su independencia y el fin del tremendo desgate que supuso la guerra de los Ochenta Años, la guerra de Flandes.
La burguesía, los comerciantes y los artesanos, sustituyen a los ociosos nobles como clientes y sus gustos no son ya los mismos. El arte holandés surge de la necesidad de atender a estos consumidores de pintura que quieren ver reflejados aspectos más cercanos a lo cotidiano: paisajes, marinas, bodegones, escenas costumbristas, retratos y un elemento nuevo, la representación de animales con intención descriptiva y como motivo central, no como un simple elemento decorativo o alegórico. Los consejos de administración, los gremios, las milicias cívicas, las alcaldías y otras asociaciones proporcionaron a los artistas la oportunidad de ejercitarse y mostrar su talento en la composición, con claros ejemplos en la Ronda de Noche de Rembrandt o Los oficiales de San Andrés de Frans Hals. La demanda de retratos por parte de los comerciantes supuso una fluida fuente de ingresos para los artistas,
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