A veces, allí donde creemos que no hay nada interesante, nos llevamos la alegría de toparnos con alguna sorpresa. Eso es precisamente lo que ocurre cuando encontrarnos por primera vez a la uva de pájaro en una cuneta. Una planta que, aunque es muy abundante, pasa casi desapercibida.
Hace algunos meses recordábamos lo interesantes que pueden ser los espacios residuales que jalonan las carreteras españolas. Allí, al lado del asfalto, en lugares que se han llamado con acierto “espacios de trinchera”, se asienta un amplio elenco de hierbas, muchas veces ignoradas. Ocupan los desiertos generados una vez que terminan las obras de construcción. La impecable infraestructura suele rematarse, a izquierda y derecha, con unos terrenos degradados, sin vida, sin tierra, sin hierbas, sin nada. No sin cierta sorpresa, observamos casi desde ese mismo momento, la enorme capacidad de resiliencia que posee la naturaleza y sus ganas de regenerar lo dañado a toda costa.
Estas cunetas, al menos en apariencia, no parecen pertenecer a nadie, lo que favorece cierto grado de rebeldía en dicho proceso de reconstrucción. Aunque no todo es libre albedrío, ni siquiera allí. Desde el principio se establecen ciertas normas y según van llegando nuevas especies se diría que firman un pacto entre ellas. Viene a ser como una carrera de relevos, donde las primeras en llegar, dan paso a otras y así sucesivamente. De tal forma que, en unos pocos años, la sucesión vegetal hará que aquel terreno yermo y sin vida se haya convertido en algo parecido a un efímero jardín florido. Desgraciadamente, hay algunos que no entienden de cosas hermosas y cuando detectan tanta belleza la confunden con seres malignos y no sé qué otras fantasías. Una excusa perfecta para desatar toda su furia y aplicar el peor de los herbicidas con cualquier pretexto absurdo. Y todo volverá a comenzar…
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