Editorial

Ciencia ciudadana y transferencia de conocimiento en Quercus

Viernes 01 de febrero de 2019

Una parte considerable de cualquier carrera científica se sustancia en publicar los resultados de las investigaciones. Dicho así parece una perogrullada, pero no resulta tan obvio cuando la publicación se convierte en un fin académico en sí mismo y deja de ser un medio para poner en circulación conocimientos valiosos para el resto de la sociedad.

Hemos llegado al extremo de que se investigue para publicar y quizá no tanto para profundizar en una faceta concreta de la ciencia o buscar sus aplicaciones prácticas. En el mundo académico, llegan a pesar más las propias publicaciones que sus posibles consecuencias. No es extraño que hayan proliferado todo tipo de revistas, sobre todo electrónicas y en inglés, que permiten engordar el curriculum sin demasiados escrúpulos y, eso sí, a buen precio. En efecto, muchas revistas científicas, incluso las más renombradas, cobran por publicar. Un negocio redondo, aunque con frecuencia dudoso, hijo de estos tiempos acelerados que vivimos, en los que la apariencia –o el dinero– pesa más que el mérito.



Pero algo ha empezado a cambiar. Consciente de que la publicación obsesiva podía minar la credibilidad en la ciencia y en quienes la ejercen, por no hablar del fraude de las revistas piratas, el rigor académico ha empezado a exigir una cierta “transferencia social del conocimiento”. Dicho con otras palabras, las publicaciones técnicas no sólo deben cumplir unos requisitos de calidad, sino ofrecer también un cierto retorno a la comunidad que ha contribuido a financiar los estudios originales a través de sus impuestos. Esto sí que era una auténtica perogrullada, pero ha tardado mucho en aceptarse.

Quercus no es una revista científica y nunca ha pretendido serlo. Podemos estar moderadamente orgullosos de que sea una veterana y reconocida revista divulgativa. Pero resulta que en transferencia social del conocimiento estamos muy bien situados. Somos como aquel personaje de Molière, el Señor Jourdain, un burgués gentilhombre que de repente descubrió que hablaba en prosa. Resulta que nosotros llevamos más de 37 años cultivando la transferencia social del conocimiento y no habíamos caído en ello hasta que ha empezado a convertirse en un requisito académico.

En las páginas que siguen pueden encontrarse buenos ejemplos de esta añeja vocación de Quercus. Ahí está, sin ir más lejos, el bloque que dedicamos al águila perdicera (págs. 16-24), con tres trabajos de campo que contribuyen a conocer mejor la biología de una de las especies más delicadas y sensibles de nuestra fauna. O el empeño personal y constante de David García, que ha registrado más de medio millar de aves accidentadas en los tendidos eléctricos de La Moraña (págs. 44-45). Estas actividades pueden encuadrarse también en otra corriente reciente, la de la ciencia ciudadana, donde pesa más el conocimiento que las formalidades curriculares. Pero prácticamente cualquiera de nuestros colaboradores busca con ahínco transferir sus conocimientos, pues tienen la esperanza de que cuanto publiquen en Quercus pueda traducirse en algo positivo para la conservación de la biodiversidad. ¿Qué mejor retorno pueden concebir para sus trabajos e investigaciones?

Un interés, además, que rebasa con facilidad nuestras fronteras, como puede apreciarse en el seguimiento de quebrantahuesos en el Atlas marroquí (págs. 52-53) o incluso en las entregas correspondientes a la Operación Torillo (pág. 59). Bien está que sean apetecibles expediciones al otro lado del Estrecho, pero el objetivo último de ambas es poner el foco sobre dos especies en muy precario estado de conservación.


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