Además de genes, especies y ecosistemas, que son las tres categorías habituales en conservación, también deberíamos considerar el comportamiento como un rasgo que aporta diversidad biológica. Desde esta nueva perspectiva, la conducta de los animales, dentro incluso de una misma especie, es un nuevo valor a preservar.
Por Adolfo Cordero y Anais Rivas.
A lo largo de la historia de la humanidad, siempre nos hemos sentido fascinados por la diversidad de la vida, con la que hemos llegado a crear un vínculo sentimental. Es lo que Edward O. Wilson define como “biofilia” (1). Sabemos, probablemente de forma intuitiva, que formamos parte de un sistema complejo, del que además dependemos para nuestra propia supervivencia. El hecho de que la población humana se haya disparado hasta los 7.000 millones de individuos pone en jaque al resto de los organismos, porque nos estamos apropiando de una parte sustancial de la productividad del planeta, más del 50% según algunos estudios. Esto genera una justificada preocupación acerca del futuro.
La variedad de la vida, que durante mucho tiempo recibió diferentes denominaciones, acabó por ser asimilada a una simple voz, biodiversity, originada por la contracción de dos palabras: biological diversity. Fue de nuevo E.O. Wilson quien incorporó dicho término a la literatura científica como título de uno de sus libros (2). Pero, ¿qué es realmente la biodiversidad? Si se estudia el origen del concepto se llega a la conclusión de que la palabra encierra muchas más ideas complejas de lo que parece a simple vista.
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