Si antaño vivía en las costas españolas, ¿por qué no soñar con un futuro no necesariamente lejano en el que la foca monje haya vuelto con nosotros? Con una gestión adecuada, nuestro litoral aún conserva hábitats propicios para una especie carismática cuya presencia podría reportarnos no pocas alegrías y beneficios.
Por Miguel Ángel Cedenilla
La palabra refugiado está lamentablemente muy en boga. Pero este drama no es exclusivo de nuestra especie. A medida que la humanidad se desarrollaba y ocupaba hábitats naturales en su propio beneficio, fue desplazando y erradicando fauna y flora allí donde se extendía. Como consecuencia, muchas especies sólo han conseguido sobrevivir en hábitats relictos, subóptimos, evitando la presión humana y convirtiéndose en especies refugiadas (1, 2).
Un vivo ejemplo es la foca monje del Mediterráneo (Monachus monachus). Nuestra protagonista tiene el triste galardón de ser una de las especies de mamíferos más amenazada. Tenía una distribución circum-mediterránea que se prolongaba desde el Cantábrico a toda la costa atlántica occidental africana, incorporando los archipiélagos de Madeira, Canarias y Cabo Verde. Especialmente en el Atlántico, las colonias se contaban por cientos de individuos que seleccionaron espacios terrestres favorables como islas, bancos de arena, playas a cielo abierto o incluso cuevas marinas en época anterior a la presencia humana (3). Pero a medida que íbamos construyendo nuestra historia, expandiéndonos y explorando el mundo, fuimos ocupando sus playas, desplazándola y exterminándola.
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