Tenéis en vuestras manos el número 400 de Quercus. Una revista de las clásicas, en papel impreso, como aquella primera y aventurada entrega de 1981, hace ya casi 38 años, con su flamante lechuza en la portada. Son unas cifras a tener en cuenta, más allá de la frialdad numérica o de los caprichos del sistema decimal. Como es inevitable en cualquier trayectoria que consiga dilatarse en el tiempo, a lo largo de estos 400 números ha pasado de todo: bueno, malo y regular. Pero el balance ha de ser por fuerza positivo, ya que de otra forma no estaríamos aquí. Ítaca queda aún lejos, pero el viaje sigue mereciendo la pena, que era en lo que insistía Cavafis.
Han sido muchas, muchísimas, las personas que han permitido que Quercus pudiera alcanzar su número 400. Sólo se entiende como el resultado de un empeño colectivo, de un afán añejo y perceptible, pero difícil de definir, que se sustancia cada mes en las páginas de la revista. Una aldea de irreductibles quercusianos que resisten y resistirán siempre los embates de la codicia y la ignorancia. En un país de pícaros, tenorios y quijotes, a nosotros nos ha tocado luchar contra los molinos de viento, a veces literalmente, y echarnos a los caminos para desfacer entuertos ambientales. Noble pero extenuante tarea.
En uno de los artículos de esta revista, Carlos M. Herrera celebra los cuarenta años de la Estación de Campo de Roblehondo, situada en su adorada Sierra de Cazorla, y compara el trabajo de bota y tartera, completamente sumergido en el motivo de estudio, con los asépticos modelos informáticos y las simulaciones que tanto atraen hoy a los jóvenes investigadores deslumbrados por el ordenador. Aún quedan biólogos de campo, claro que sí, pero empiezan a flaquear las vocaciones. Por eso se aventura a decir que los 40 años de Roblehondo son un resultado tan improbable como los 400 números de Quercus. Dos hechos insólitos que merecen ser destacados y celebrados. Tienen que darse muchas coincidencias extrañas para que una y otra, la estación de campo y la revista, hayan conseguido llegar tan lejos. Pero el paso del tiempo no significa gran cosa si no viene aderezado con resultados y en eso sí que hemos avanzado. Quizá no tanto como hubiésemos querido, pero al menos lo suficiente para sentirnos moderadamente satisfechos y orgullosos.
Quercus ha cambiado bastante, pero más en aspectos formales que de fondo. Así lo demostraron los memorables artículos de José Manuel de Miguel y sus alumnos de la Universidad Complutense, que analizaron dos veces sus contenidos con todo detalle y garantías estadísticas. Mantenemos vivo el compromiso que ha sido nuestra razón de ser y seguiremos ofreciendo ideas, debate y herramientas prácticas para que la conservación de la biodiversidad, en toda su complejidad, pueda abordarse con la mejor información posible. Pocas cosas nos satisfacen tanto como comprobar que las propuestas de algún artículo llegan a concretarse, que las ideas se traducen en hechos, que los argumentos bien calibrados remueven voluntades políticas.
También nos encanta reflejar todas esas iniciativas ciudadanas que, aun siendo modestas, logran alcanzar objetivos que de otra manera ningún organismo, público o privado, habría tenido la valentía de acometer. Sin conocimiento no hay buena información ni decisiones fundamentadas, como se desprende de muchos de los contenidos de este número un tanto extraordinario. Cuatro centenares de Quercus forman ya un bosque de respetable tamaño, libre por el momento de plagas y motosierras. Un bosque asentado y reconocido, incluso reverenciado por sus más antiguos seguidores, que contribuyeron a crearlo. Un bosque capaz de informar, instruir e influir.