El 14 de agosto de 1969 fue declarado formalmente el Parque Nacional de Doñana.Es decir, el mes que viene cumplirá cincuenta años de existencia legal.En sus primeros tiempos, apenas fueron 35.000 las hectáreas de marismas asociadas a la desembocadura del Guadalquivir que quedaron protegidas. En la actualidad,esa superficie se ha ampliado hasta sumar más de 50.000 hectáreas, a las que cabría añadir otras 70.000 del parque natural que se creó alrededor del núcleo original.
También ha pasado medio siglo desde que el 13 de mayo de 1969 el legendario José Antonio Valverde se internara a caballo en el lucio de Mari López con una botella de fino en la mano y brindase por todo lo conseguido en Doñana “tras más de una década de dedicación, esfuerzo y talento”. El entrecomillado es de Juan Carlos del Olmo, secretario general de WWF España, que acaba de poner en circulación un artículo titulado Doñana, las raíces del panda (https://bit.ly/2MR9z66 ), en el que reclama que al papel clave que jugó Valverde deben sumarse las valiosas aportaciones de figuras como Mauricio González Gordon y Luc Hoffmann, entre otros.
Con buena parte de su marisma primigenia transformada en un gigantesco monocultivo de arroz, Doñana sigue siendo hoy el principal humedal español por su relevancia biológica y uno de los más importantes de Europa. Cincuenta años después de aquella trabajada declaración como parque nacional –y precisamente gracias a ello– sigue siendo un reconocido santuario para las dos joyas de nuestra fauna, el lince ibérico y el águila imperial. Además, por supuesto, de servir como refugio y zona de alimentación a millones de aves que viajan entre Europa y África, tanto en los pasos migratorios como durante la invernada. Y, por supuesto, en cuanto llega la temporada de cría se convierte en un hervidero de actividad. Podemos sentirnos orgullosos de lo conseguido en estas cinco décadas. Pero, a pesar de todo, no puede decirse, ni mucho menos, que Doñana haya quedado a salvo.
Aparte de los proyectos mineros que siempre sobrevuelan su contorno, la sobreexplotación del acuífero, los pozos ilegales y el crecimiento incontrolado de la agricultura intensiva están privando al parque nacional del agua que necesita para mantener su integridad como zona palustre. Sin agua, no hay vida. Buena prueba de ello es que, a principios de 2019, la Comisión Europea llevó a España ante el Tribunal de Justicia de Luxemburgo debido al grave deterioro ambiental que sufre Doñana. Además de felicitarnos por los cincuenta años de vigencia del parque, tendríamos que aprovechar el aniversario para trazar una de esas líneas rojas que tanto encandilan a los políticos y exigir que se ponga fin a las inercias destructivas que aún amenazan a la “joya de la corona” de nuestros espacios naturales.
Hace ya tiempo que Doñana debería haberse convertido en lo que seguramente soñaron aquellos pioneros que lograron salvar la marisma y llevamos reclamando desde entonces: un ecosistema sano, vinculado al estuario del Guadalquivir y al caudal de otros ríos de menor entidad que allí confluyen. Un auténtico laboratorio al aire libre donde la biodiversidad no sea la gran sacrificada, sino el motor que demuestre a la economía local que es posible otra forma de desarrollo sin agotar los recursos naturales. Como sociedad desarrollada que somos, hemos de comprender que la presión que ejercemos sobre la naturaleza en su conjunto, y sobre los espacios naturales protegidos en particular, es insostenible a medio plazo. Cuando finalmente se produzca, ¿quién se encargará de gestionar el colapso?