La comunidad científica ha vuelto a avisarnos de que padecemos una crisis de biodiversidad sin precedentes en la historia de la humanidad. Hace dos meses, en la revista de junio, ya nos hacíamos eco de las conclusiones del informe elaborado por la Plataforma Intergubernamental sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por sus siglas en inglés), un organismo de rango equivalente al Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), según el cual podríamos asistir a la extinción de hasta un millón de especies en las próximas décadas. No es el apocalipsis, porque la Tierra ha sufrido convulsiones aún mayores, pero sí la confirmación de lo que ha venido en llamarse “sexta gran extinción”. Esta vez el episodio no estará provocado por meteoritos en trayectoria de choque ni por masivas erupciones volcánicas, sino por la influencia simultánea y acumulativa de una sola especie, la nuestra. Suena terrible, pero así es: somos responsables de la sexta extinción masiva de especies que ha registrado nuestro planeta. Las víctimas serán cuantiosas, como en las cinco ocasiones anteriores, pero no supondrá el fin de la vida sobre la Tierra. Aunque sí el de nuestra civilización, tal y como la conocemos. No es un dogma, sino una evidencia. Y aquí no valen eufemismos ni lenguajes políticamente correctos.
Dentro de este cataclismo de dimensiones planetarias, pocas especies resultan tan simbólicas como la vaquita marina (Phocoena sinus), un pequeño cetáceo que habita en aguas del estado mexicano de Baja California. Le hemos dedicado mucha atención en Quercus, siempre entre el desaliento y la esperanza, y lo volvemos a hacer en este mismo número con conclusiones cada vez más alarmantes (págs. 50-53). Tras fracasar los intentos para mantenerla en cautividad, paso previo a un posible programa de reproducción y reintroducción, lo más probable es que estemos asistiendo al final de la historia evolutiva de un vertebrado. De hecho, hay quien asegura que ya se ha extinguido en su último reducto del Mar de Cortés.
De regreso a España, es inevitable referirse a la iniciativa adoptada por tres de nuestras organizaciones conservacionistas más influyentes: Ecologistas en Acción, Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife) y Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF España). Al cierre de este número de la revista aún no se había celebrado la sesión de investidura del nuevo presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados y de ahí que las tres ONG presentaran un paquete de veinte medidas prioritarias para frenar la pérdida de biodiversidad. Veinte emergencias que deberían atenderse durante la próxima legislatura y con el apoyo de todos los grupos parlamentarios.
Dos de estas medidas ya fueron propuestas en el pasado sin éxito alguno, a pesar de que supondrían un gran paso adelante en el afán de convertir la conservación de la naturaleza en una prioridad del Estado. Una consiste en crear una vicepresidencia dedicada a la sostenibilidad, capaz de coordinar y orientar por el buen camino las diferentes políticas sectoriales. La otra es aprobar una estrategia estatal de biodiversidad con objetivos claros, ambiciosos y medibles, dotada de los recursos económicos suficientes para que no se convierta en papel mojado.
Cuando en 2010 la ONU dio carta blanca a la Década de la Biodiversidad y el Convenio sobre la Diversidad Biológica aprobó la meta de frenar la pérdida de especies en 2020, muchos creyeron que el plazo era más que suficiente. A punto de agotarlo, lo único cierto es que se mantiene la misma atonía a la hora de adoptar políticas valientes y comprometidas. Como reza el viejo proverbio chino, para salir del hoyo lo primero que hay que hacer es dejar de cavar.