El libro está impreso en cuarto mayor, tiene 558 páginas y pesa sus buenos dos kilos. Es una obra colectiva en la que han participado 49 autores. En la portada aparece una estrella de mar de la especie Heliaster helianthus, procedente del Pacífico chileno, con sus 24 brazos desplegados como pequeños rayos de sol. Está editado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y se titula Las colecciones del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Fue presentado en el salón de actos de esta veterana institución, heredera del Gabinete de Historia Natural promovido por Carlos III, el pasado 5 de marzo, con presencia de sus tres editores: el ictiólogo Ignacio Doadrio, el malacólogo Rafael Araujo y el conservador de invertebrados no artrópodos, Javier Sánchez Almazán. Ofició como maestro de ceremonias Santiago Merino, actual director del museo.
Pero, aparte del libro, había una segunda protagonista, Rosa Menéndez, presidenta del CSIC, que cerró el acto. Leyó el discurso que traía preparado, pero también tuvo que improvisar para dar respuesta a las múltiples peticiones de todos los que tuvieron la oportunidad de recordarle que el museo se ahoga por falta de espacio y que buena parte de la plantilla avanza de forma inexorable hacia la jubilación. Como es lógico, la única que se centró en la efeméride bibliográfica fue Pura Fernández, directora de publicaciones del CSIC, encantada con el lanzamiento. Pero todos los demás aprovecharon la oportunidad para pedir en público que la Administración dote como es debido a un museo casi itinerante desde su fundación. Como es sabido, ahora comparte sede con la Escuela Superior de Ingenieros Industriales en el Palacio de las Artes y la Industria, a razón de dos tercios para los ingenieros y un tercio para los biólogos y geólogos. Además, las zonas expositivas están repartidas en dos alas que sólo pueden comunicarse por el exterior. Si a esto unimos que las famosas colecciones cuentan con más de diez millones de especímenes, y cada año se incorporan cientos de adquisiciones, parece obvio que estamos ante un problema, tanto para los visitantes como para los investigadores.
El presidente de la Sociedad de Amigos del Museo Nacional de Ciencias Naturales, Eduardo Aznar, fue el que se quejó con menos escrúpulos institucionales. Toda la cúpula directiva de esta sociedad lleva lustros pateando despachos para que el museo cuente con un emplazamiento acorde con sus méritos y su historia. La opción más sencilla sería buscar una alternativa a la Escuela de Ingenieros. Pero, puestos a soñar, ¿por qué no tener aspiraciones más elevadas? Yo mismo, como miembro de dicha sociedad, he conspirado haciendo valer el peso y la influencia que pueda tener Quercus en una solución más definitiva y satisfactoria. Si de mí dependiera, yo trataría de recuperar el viejo ideal ilustrado de Carlos III, que no en vano quiso ver reunidos en un mismo espacio físico el Gabinete de Historia Natural, el Jardín Botánico y el Real Observatorio. Todo eso se fue al traste cuando sus sucesores dedicaron la construcción de mayores dimensiones, el actual Museo del Prado, a exhibir la soberbia pinacoteca reunida por la Corona (como describe con detalle Alfonso Carrascosa en las páginas 64 y 65 de esta revista).
No se trata de recuperar ahora el gigantesco caserón del Paseo del Prado, pero sí que hay una opción de lo más estimulante. Basta con echar un vistazo al final de la calle y fijarse en el Ministerio de Agricultura, que ocupa un edificio noble y muy bien situado en la zona de mayor afluencia turística. ¿Imposible? Tal vez. Pero nada se pierde por lanzar de nuevo la idea. Sea en el actual Palacio de las Artes y la Industria, sea en el antiguo Palacio de Fomento, el caso es que el Museo Nacional de Ciencias Naturales está pidiendo a gritos una sede más amplia. Hagan sitio, por favor, aunque Rosa Menéndez y Luis Planas tengan entre manos asuntos más acuciantes.
Rafael Serra, director de Quercus