Editorial

El termómetro del planeta

Martes 29 de septiembre de 2020

Una de las lecciones que estamos aprendiendo en este año tan traumático es que dependemos mucho de una biodiversidad en buenas condiciones. Mientras la pandemia de Covid19 sigue con su implacable progresión planetaria, empieza a hablarse del efecto protector que nos aportan los servicios ecosistémicos inherentes a una naturaleza bien conservada. Muchos minimizarán o incluso pondrán en duda esta idea, pero lo cierto es que el mensaje de la salud global, es decir, la íntima relación entre la salud humana, la salud animal y la salud ambiental, se escucha más que nunca.

La comunidad científica no para de darnos ejemplos de cómo funcionan estas redes infinitas de interacciones, como tampoco deja de avisarnos de que cada vez estamos más cerca de romper la compleja estructura que conecta (y sostiene) nuestras vidas con todo lo que nos rodea. Una seria advertencia vino dada el año pasado por el informe de la Plataforma Intergubernamental sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por sus siglas en inglés). Otra alerta científica más reciente nos ha llegado de una ONG tan acreditada como WWF y su informe Planeta Vivo, que publica cada dos años. Las conclusiones de la edición de 2020, en sintonía con la crisis sanitaria y económica en la que estamos inmersos, son demoledoras. Más de cien investigadores han trabajado en este documento, bajo la cobertura científica de la Sociedad Zoológica de Londres, basándose en el análisis de 20.000 poblaciones de mamíferos, aves, peces, reptiles y anfibios. El resultado es que desde 1970 el declive de dichas poblaciones ha sido, en promedio, de casi el 70%. En algunos casos, como los ecosistemas de agua dulce, la pérdida fue aún mayor, superior al 80%.

Si entendemos estos datos como un termómetro de la salud planetaria resulta evidente que algo está fallando. A veces estos indicadores son tan contundentes que nos sumen en la desesperación y la apatía. Por eso, cuando desde el mismo ámbito de la ciencia nos llegan experiencias o modelos que han funcionado, nos agarramos a ellos como a un clavo ardiendo. Un ejemplo reciente lo tenemos en un estudio de la Universidad de Newcastle (Reino Unido) y BirdLife International publicado en la revista Conservation Letters. Según este trabajo, las estrategias y medidas de conservación destinadas a la fauna amenazada en las últimas décadas han evitado la extinción de al menos 28 especies de aves y mamíferos, entre ellas nuestro lince ibérico. Sus cálculos más optimistas elevan a casi medio centenar el número de especies que se han salvado.

En este mismo número de Quercus tenemos otro ejemplo de estudios con resultados positivos. David R. Vieites y Salvador Herrando citan en la sección fija que dedican al Cambio Global (págs. 54-56) un reciente artículo de Carlos Duarte y colaboradores publicado en Nature según el cual “el porcentaje de especies en peligro de extinción ha bajado del 18 al 11% entre los mamíferos marinos desde 2000 hasta 2019.” Además, “el tiempo de recuperación estimado para poblaciones, especies y ecosistemas marinos es relativamente rápido, entre 20 y 60 años a partir de que se inician las medidas de protección y conservación.”

Es evidente que todo el esfuerzo que dediquemos a mejorar tanto el conocimiento como la salvaguarda de especies y hábitats, terminará siendo rentable desde muchos puntos de vista. Pero tiene que ir acompañado de cambios importantes en nuestro modelo de vida, especialmente en cómo producimos y consumimos alimentos y energía. Tal y como indica WWF en la presentación de Planeta Vivo, “los ciudadanos, los gobiernos y los líderes empresariales de todo el mundo deberán formar parte de un movimiento por el cambio con una escala, urgencia y ambición nunca vistas.”


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