Cualquiera con una infancia en el medio rural recuerda incendios forestales al lado de casa: el olor denso de la ceniza, el cielo gris en un día soleado o el ronroneo de aviones transportando cubas de agua. Lo cierto es que los incendios son eventos naturales que modelan la función de los ecosistemas y su biodiversidad. De hecho, están ligados a la misma aparición y evolución de la vegetación terrestre. Desde las sociedades más primitivas, nuestra especie también ha usado el fuego a discreción, ya sea para cocinar, cazar, fundir metales, abrir caminos o despejar suelo agrícola y, por supuesto, para contar historias frente a una hoguera.
En zonas donde los incendios forestales son frecuentes, hay partes del paisaje que se queman en años diferentes, según las estaciones o bajo condiciones meteorológicas cambiantes. Estos factores interaccionan con la orografía para dar lugar a mosaicos de vegetación. Cada fragmento del paisaje tiene su propia biografía del fuego (historial de incendios, tiempo transcurrido desde el último suceso) y diferentes grados de afectación según la severidad de las llamas. Esa variabilidad espacial y temporal de los paisajes forestales a consecuencia de los incendios se conoce como “pirodiversidad”.
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