Por Xiomara Cantera
Noches asfixiantes en zonas donde nunca lo habían sido, vientos extremadamente cálidos, intenso olor a humo, tensión en el ambiente mientras los vecinos tratan de organizarse para evitar que el fuego devore sus hogares. En el mejor de los casos, los bomberos ya están por la zona y se oyen aviones y helicópteros. En otros, hasta las medidas para apagar el fuego llegan más tarde de lo que sería deseable. Esta escena se repitió demasiadas veces durante el verano pasado. Tantas que los datos sobre superficie quemada, más de 250.000 hectáreas (ha), una extensión superior a la provincia de Vizcaya, otorgan a 2022 el triste récord de ser el año más funesto de las tres últimas décadas.
Lo peor es que este año las cosas no pintan mejor. El 31 de marzo de 2023 permanecían activos 117 de los 137 fuegos provocados que se declararon en Asturias. El resultado fueron miles de vecinos evacuados y más de 30.000 ha calcinadas. Esa oleada vino precedida por un virulento incendio en la provincia de Castellón, donde se quemaron más de 4.500 ha y se desalojaron unas 1.700 personas. En esos mismos días, ardía en la sierra de Candelario (Salamanca) una zona de gran diversidad vegetal, al tiempo que los bomberos se afanaban en reducir los incendios de Cantabria. Más allá de lo evidente, lo preocupante de estos incendios es la fecha tan temprana en la que se han producido, justo antes del inicio de la Semana Santa, la primera en la que no se ha tenido que suspender ninguna procesión por las lluvias.
AUTORA
Xiomara Cantera Arranz es responsable de prensa en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC) de Madrid.
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