Por José Miguel Aparicio
Hubo un tiempo en que los humedales se veían como lugares improductivos e insalubres, que convenía drenar para ponerlos en cultivo, o bien usarlos como escombreras y vertederos de trastos desechables. A comienzos de los años sesenta, naturalistas y organizaciones conservacionistas alertaron sobre el declive que sufrían las aves acuáticas de Europa y Norteamérica debido a la destrucción de sus hábitats. Estimaban que más de la mitad se habían perdido a lo largo del siglo XX. La llamada de atención sirvió para sentar las bases del Convenio de Ramsar, celebrado en dicha ciudad iraní en 1971 y que supuso un punto de inflexión en la percepción de los humedales por parte de la sociedad y los gobiernos. Hoy son considerados –además de esenciales para la conservación de las aves acuáticas– elementos imprescindibles para la habitabilidad del planeta. Su papel es comparable al de las selvas tropicales, dado que interactúan con diversos procesos como el ciclo hidrológico, los intercambios de energía con la atmósfera y la circulación global del nitrógeno. Son purificadores de aguas, sumideros de carbono, reguladores de acuíferos capaces mitigar los impactos causados por inundaciones y, aparte de todo esto, los ecosistemas más dinámicos y complejos, con los mayores índices de biodiversidad mundial.
AUTOR:
José Miguel Aparicio Munera es sobre todo un admirador de la naturaleza que la observa y la disfruta. Profesionalmente, es investigador científico en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC), donde se dedica al estudio e interpretación de diferentes aspectos relacionados con la ecología evolutiva y la dinámica de poblaciones. Su contacto con los humedales ha sido fruto de su afición más que de su profesión, aunque ambos espacios son tan difícilmente delimitables como el agua y la tierra.
Dirección de contacto:
Departamento de Ecología Evolutiva
Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC)
josemiguel.aparicio@csic.es