Miércoles 22 de octubre de 2014
Las hormigas han ejercido desde siempre una notable fascinación en el ser humano. Pero, desde hace unas décadas, se han convertido en una herramienta indispensable para estudiar la emergencia de sistemas complejos.
Un día, cuando me dirigía a mi leñera, observé la presencia de dos grandes hormigas, una roja, la otra mucho mayor, pues mediría un centímetro largo, negra, empeñadas en furiosa lucha. Presté atención y vi que los leños aparecían cubiertos de semejantes combatientes; no se trataba, pues, de un duellum sino de un bellum entre dos razas de hormigas, con la roja desafiando siempre a la negra, y a menudo con dos de las primeras atacando a una de las segundas. Las legiones de estos mirmidones cubrían todas las colinas y valles de mi depósito de leña, y el campo de batalla aparecía sembrado ya de muertos y moribundos de ambos bandos. Por doquier se les veía enzarzados en mortal refriega, pero sin ruido que yo pudiera percibir. Jamás hubo soldados humanos que combatieran con semejante resolución. (...) Jamás supe qué bando resultó victorioso ni tampoco la causa de aquella guerra; pero durante el resto del día me sentí excitado y sobrecogido a la vez por haber sido testigo de aquella lucha, de aquella ferocidad y carnicería tan propias, más bien, de un encuentro humano.”
La prosa vibrante de Henry David Thoreau (1817-1862) ilustra a la perfección la fascinación que las hormigas han ejercido desde siempre en el ser humano. En opinión del famoso ecólogo Edward O. Wilson, la escena en cuestión corresponde a una incursión esclavista, en la que las hormigas rojas, probablemente Formica subintegra, trataban de apoderarse de las pupas de las negras, Formica subsericea, que una vez capturadas serían transportadas al hormiguero de las primeras donde se verían sometidas a una permanente servidumbre.
Una vida social llena
de sorpresas
¿Hormigas esclavistas? Se preguntará más de uno. En efecto, pero no sólo eso. Millones de años antes de la aparición de los primeros homínidos, las hormigas y termitas habían aprendido a cultivar deliciosas hifas de hongos en sus cámaras subterráneas, apacentaban rebaños de pulgones para alimentarse con el jugo que extraían de los vegetales, organizaban expediciones punitivas con disciplinados ejércitos o tejían delicadas piezas con materiales vegetales. Y, por si todo este despliegue de creatividad no fuera suficientemente asombroso, desde hace pocas décadas las hormigas han empezado a desvelarnos el más fascinante de sus secretos. Un secreto que se afanan en descifrar investigadores de todo el mundo, que advierten en las pautas de comportamiento de estos laboriosos insectos las claves para comprender la emergencia espontánea de sistemas complejos.
Efectivamente, según el biólogo Brian Goodwin, los insectos sociales y muy especialmente las hormigas y termitas, comparten con las neuronas una interesante paradoja: individualmente son incapaces de aprender ningún tipo de comportamiento, pero tomadas en su conjunto pueden ejecutar las proezas más insospechadas. Si cogemos, por ejemplo, una única termita y la ponemos frente a dos caminos, uno de los cuales tiene comida y el otro no, comprobaremos cómo se decanta por una opción u otra totalmente al azar, sin que en ningún momento dé señales de aprender a reconocer el camino bueno, pese al número de veces que repitamos la experiencia. Ahora bien, tomemos algunos millones de termitas y nuestros asombrados ojos verán aparecer al cabo de un tiempo una formidable edificación que, a su propia escala, en nada tiene que envidiar a las pirámides del valle de Los Reyes o de Teotihuacán. Con la ventaja añadida de que resulta más sencillo trabajar con hormigas que con neuronas.
Para comprender la causa de esta singularidad hagamos un sencillo experimento. Pasemos el dedo sobre el suelo, cortando transversalmente el trayecto recorrido por una fila de laboriosas hormigas, cuidando de no aplastar ninguna. Durante los siguientes segundos veremos como las hormigas que caminan en una u otra dirección se detienen desconcertadas al llegar al lugar que previamente hemos frotado, como si alguna fuerza invisible les obstaculizara el paso. Pasado este tiempo veremos como el flujo volverá a restablecerse. ¿Qué es lo que ha pasado? Sencillamente, las hormigas tienen una visión muy deficiente y son las antenas las que les suministran la mayor parte de la información del mundo exterior. Cuando caminan disciplinadamente a lo largo de una ruta, lo hacen siguiendo el rastro de feromonas que ellas mismas van liberando a su paso. Lo que para nosotros es un pedazo más de suelo, para nuestros pequeños protagonistas es una auténtica autopista perfectamente delimitada. Ahora bien, cuando pasamos el dedo a través de esta ruta lo que estamos haciendo es borrar de golpe un tramo de autopista, lo que obliga a las hormigas a detenerse cuando dejan de percibir su confortable rastro.
Algunos experimentos
desconcertantes
Por lo que yo sé, el primero en explorar esta peculiaridad fue el investigador Ilya Prigogine. A finales de la década de los setenta había desarrollado una compleja teoría, la termodinámica del no equilibrio, para explicar la formación de lo que él llamaba “estructuras disipativas”. Buscando un ejemplo sencillo para poner de manifiesto la ruptura de simetría en tales sistemas, se le ocurrió recurrir a una fila de hormigas. El experimento consistía en cortar la hilera con un cartón que tuviese dos huecos a nivel del suelo, ambos a la misma distancia de la fila inicial. Al hacerlo así se pudo comprobar que, tras unos minutos de desorden, la comunicación se restablecía, aunque con algunos matices: si la población de hormigas era pequeña se utilizaban los dos caminos de forma indistinta, pero al superar una densidad crítica uno de los dos caminos era seleccionado al azar de forma prioritaria y al cabo de un tiempo el 90% de las hormigas optaba por él.
¿Por qué, ante dos caminos igualmente válidos, sólo se seguía uno de ellos? Vamos a reconstruir el proceso paso a paso. En un principio, una vez que se ha restablecido la comunicación tras la fase de desorden, las dos vías se emplean indistintamente por el conjunto de las hormigas, de forma que cuando una de ellas llega al punto de bifurcación detecta la misma concentración de feromonas a derecha e izquierda y escoge un camino u otro con la misma probabilidad. Sin embargo puede ocurrir –de hecho, es inevitable– que un mayor número de hormigas termine por usar un camino antes que el otro, por una mera cuestión de azar. En ese preciso momento se ha producido una fluctuación, que se podrá amplificar si el total de hormigas de la fila es suficientemente grande, a medida que un número mayor se vaya decantando por esa misma ruta. Se genera de esta forma una ruptura de la simetría.
Tuvieron que pasar dos décadas para que al investigador Guy Theraulaz, del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) francés, se le ocurriera una ingeniosa variante. Al igual que antes, Theraulaz ofrecía a una población de hormigas la posibilidad de ir a por alimento a través de dos vías, pero ahora una de ellas era claramente más larga que la otra. Si bien en un principio las hormigas escogían ambos caminos, al cabo de un tiempo toda la población se decantaba por la ruta más corta, lo que no deja de resultar desconcertante, dada la manifiesta incapacidad de cada individuo para medir y comparar distancias. Asombrado por este comportamiento colectivo, Theraulaz lo bautizó como “inteligencia en grupo”.
Más recientemente, los investigadores David Sumpter y Madeleine Beekman han revelado un aspecto nuevo de esta inteligencia colectiva (1). En este caso la prueba consiste en poner a disposición de un grupo de hormigas dos fuentes distintas de alimento. Los autores han comprobado que cuando ambas fuentes tienen un contenido alimenticio similar, los insectos optan por una u otra al azar, pero si una de las dos fuentes es más energética que la otra, al cabo de un tiempo la mayoría de las hormigas se decanta por ella. El paralelismo entre estos dos experimentos y los de Prigogine y Theraulaz resulta más que evidente, si bien en un contexto distinto.
Un reto hormigueante
Lo que nos lleva, burla burlando, al reto de este mes, que consiste en averiguar de qué manera puede un conjunto de hormigas determinar la estrategia para optimizar una situación dada, ya sea el camino más corto o la fuente de alimento más nutritiva, pese a que esta capacidad está vedada a cada individuo aislado. Nos podemos interrogar asimismo sobre otras situaciones que ponen de manifiesto esta desconcertante inteligencia colectiva, tanto en insectos sociales como en otros grupos animales. La respuesta a este reto no se limita al ámbito puramente científico, puesto que puede tener notables implicaciones prácticas.
Por ejemplo, poco después de la publicación del trabajo de Theraulaz, Marco Dorigo, del Instituto de Investigación y Desarrollo Interdisciplinar sobre Inteligencia Artificial (Iniria), decidió aplicar sus resultados a la resolución de un viejo problema de optimización, el dilema del viajante, que consiste en determinar el camino más corto que se puede seguir para recorrer un conjunto de puntos, sin pasar más de una vez por cada uno de ellos. El método de Dorigo consiste en “soltar” una multitud de hormigas virtuales que recorren los distintos trayectos que conectan cada uno de los puntos, al tiempo que van eliminando su carga de feromonas. Al cabo de un lapso suficientemente largo, todas las hormigas terminan por seguir un único trayecto, precisamente el más corto de todos los posibles. Una aplicación muy interesante del método de Dorigo se da en el entorno de Internet, donde el problema del viajante adquiere dimensiones dramáticas y los atascos de información están a la orden del día. Para terminar con esta situación, asegura Dorigo, sólo habría que diseminar un ejército de hormigas virtuales por la red, que de forma lenta pero tenaz encontrarían el recorrido óptimo entre dos nodos cualesquiera.
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