La langosta que
atemorizó al Oeste
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
A finales del siglo XIX, la langosta de las montañas Rocosas formaba los mayores enjambres de insectos que han llegado a conocerse y
comprometía seriamente la economía del Medio Oeste americano.
Pocos años después, se extinguió misteriosamente.
El 20 de julio de 1874, la plaga de langostas de las montañas Rocosas (Melanophus spretus) está en su cenit. Una nube de 2.900 kilómetros de longitud por 180 de anchura arrasa a su paso toda la materia comestible de las grandes llanuras del Medio Oeste americano, desde Canadá hasta Texas y desde California hasta Missouri, en la mayor plaga conocida de la historia de América y tal vez del mundo entero. Con una voracidad desaforada, los insectos no se contentan con devorar pastos y cultivos, sino que arremeten por igual contra sillas de montar, ropa tendida, cortinas, lana de ovejas...
La magnitud del desastre desborda al comisionado de agricultura, que en su informe describe a las langostas como un “motor terrible de destrucción” que reduce acres de cosechas a rastrojos, como una “porción de jóvenes cerdos famélicos fuera de su abrevadero.”
Con un estilo sorprendentemente literario para tratarse de un informe oficial, describe en estos términos el efecto de la invasión: “El día rompe con un sol radiante que envía sus maduradores rayos a través de huertas repletas y campos de promisión. Repentinamente se ensombrece la cara del sol y las nubes oscurecen el cielo. La alegría de la mañana cede paso al miedo siniestro. (...) El día acaba y los enjambres de langostas hambrientas han caído sobre la tierra. El nuevo día viene, y ¡ah! ¡qué cambio trae! La tierra fértil de promisión y abundancia se ha convertido en una extensión desolada... Poblada por una miríada de brillantes insectos.”
El granjero H. McAllister, de Colorado Springs, contó al comisionado cómo se sentía al verse rodeado por un enjambre: “circulan en miríadas sobre ti, golpeando contra todo animado o inanimado, colándose a través de puertas y ventanas abiertas, amontonándose sobre tus pies... Sus mandíbulas trabajan constantemente.”
Una plaga de
dimensiones bíblicas
El suceso que tuvo lugar el 20 de julio de 1874 marca el grado máximo de devastación en los años setenta del siglo XIX, una década castigada sin descanso por una serie de plagas recurrentes con un único protagonista: la langosta de las montañas Rocosas.
Durante todos esos años, los enjambres de saltamontes parecían una fuente sin fin y, por ello, los esfuerzos para controlar tal maldición bíblica llegaron a ser desesperados. Algunas instituciones ofrecían hasta cinco dólares por cada celemín (algo más de cuatro litros) de saltamontes y se llegó a movilizar al ejército para eliminarlos. Movidos por la desesperación, los colonos inundaron, pisotearon y ahogaron en aceite a las langostas. Incluso recurrieron al uso de explosivos como la dinamita, único caso conocido de la historia en el que se ha recurrido a un método tan expeditivo, y poco eficaz, para combatir este tipo de plagas.
El gobierno federal declaró a la langosta de las montañas Rocosas como el “más serio impedimento para el establecimiento en el Oeste”. Y es que el problema no se limitaba al mundo agrícola. En muchas zonas, el odiado parásito obligaba a los trenes a detenerse, pues los cuerpos de los insectos aplastados hacían que los raíles fueran demasiado resbaladizos para que los coches se movieran. Se calcula que entre 1873 y 1877, la langosta de las montañas Rocosas provocó daños por un valor de doscientos millones de dólares en los cultivos de Colorado, Nebraska, Kansas, Missouri, Minnesota, Iowa, Wyoming y otros estados.
Un récord mundial
En este contexto de emergencia nacional surge un neologismo y la palabra “hopperdozer” se convierte en un término de moda para designar a las docenas de chismes destinados a recoger y machacar saltamontes. Un informe de la época describe un dispositivo para quemar enjambres que consiste en un alambre largo y envuelto en trapos empapados de aceite que, tras prenderles fuego, podía llevarse a través de los campos. Según dicho informe, “el efecto es el de un fuego en miniatura de la pradera. Este método ha sido satisfactoriamente utilizado en Colorado.”
Durante una de las acometidas más intensas del insecto, el doctor A.L. Child se propuso determinar las dimensiones del enjambre. Con este objetivo, telegrafió a distintas localidades situadas al este y al oeste de la nube, para estimar los bordes externos de la masa de langostas. Los valores que obtuvo han servido para incluir la cifra en el libro Guinness de los récords como “La mayor concentración de animales”. En la entrada correspondiente puede leerse lo siguiente: “El enjambre de langostas de las montañas Rocosas del 20 al 30 de julio de 1874 cubrió un área estimada de 198.000 millas cuadradas (unas dos veces la superficie de Colorado). El enjambre debía contener al menos 12’5 billones de insectos, con un peso total de 27’5 millones de toneladas.”
Otros cálculos de la época aseguraban que su masa total era equivalente a la de entre 30 y 60 millones de bisontes, y que un solo enjambre podía tragar dos toneladas de vegetación a la hora. Hoy en día, muchos entomólogos están convencidos de que, dentro de su tamaño, era el animal más abundante de la Tierra.
Sin embargo, 25 años después la langosta desaparecía sin dejar rastro. Los granjeros, convencidos de que al fin Dios había escuchado sus oraciones, pudieron respirar aliviados.
La misteriosa
desaparición
de una plaga
Tras la fatídica década de los años setenta, las acometidas de la langosta fueron declinando hasta que, con el cambio de siglo, desaparecieron para siempre. “La última langosta de las montañas Rocosas viva fue encontrada en 1902,” relata Jeffrey Lockwood, un entomólogo de la Universidad de Wyoming. “Desde entonces, no se han vuelto a ver.”
Ciertamente, pasar de doce billones de insectos a cero en 25 años no es ninguna broma. “Le he llamado el mayor misterio ecológico de todos los tiempos,” añade Lockwood, que cree estar muy cerca de resolver el caso. “Una extinción es como un asesinato”, afirma. “Así que tenemos este asesinato con cien años de antigüedad. Y no queda ningún testigo.”
Durante años, los entomólogos han asumido que una especie tan prolífica sólo se habría podido eliminar mediante una fuerza ambiental muy poderosa. Pero ahora una nueva teoría ha tomado cuerpo, una que considera la extinción de la langosta como la consecuencia fortuita de un cambio en las prácticas agrícolas.
Ya en 1928 el entomólogo ruso B.P. Uvarov había demostrado que las langostas migratorias pasaban por dos fases: una gregaria, que daba lugar a las temidas plagas, y otra solitaria en la que la población disminuía y se dispersaba.
Partiendo de esta premisa, Lockwood cree que el final de la langosta de las montañas Rocosas podría explicarse por su hábito de retirarse a los lechos arenosos de los ríos y a las praderas de alta montaña de Colorado, Wyoming y Montana durante la fase solitaria del insecto.
Fue precisamente durante dicha fase, a finales del siglo XIX, cuando los granjeros comenzaron a arar esa misma tierra para ponerla en cultivo, sin sospechar que al mismo tiempo estaban destruyendo las zonas de cría de la plaga maldita. De hecho, historias de aquella época hablan de arados que traían millares de huevos encima.
“La agricultura del Oeste y la langosta de las montañas Rocosas coincidieron en el tiempo y en el espacio,” dice Lockwood. “A través de una de las coincidencias más espectaculares de la historia de la agricultura, los cultivos tempranos destruyeron el hábitat de cría permanente de las langostas.”
El inconveniente de la teoría de Lockwood es que, si bien puede explicar la desaparición de los enjambres de langosta, no termina de aclarar el motivo de su extinción total y definitiva, máxime tratándose de una especie tan ubicua en un medio extenso y complejo como el de las montañas Rocosas. Por eso, otros entomólogos sugieren que tal vez su ciclo vital estuviese íntimamente ligado al del bisonte americano (Bison bison), que también por aquella época estuvo al borde de la extinción. Pero se trata de una simple hipótesis, sin ninguna base. ¿Alguien puede aportar una idea mejor?
Precisamente porque nadie esperaba que una criatura tan omnipresente llegara a extinguirse, se recogieron muy pocas muestras de ella y hoy no llegan a trescientas las que se conservan. Pero los entomólogos saben dónde encontrar más: congeladas en los glaciares del Oeste, muchos de las cuales se llaman, de hecho, “glaciar del saltamontes” en alusión a los cuerpos de insectos que allí se preservan.
Y es que, como bien dice Lockwood, se trata una especie que “solamente un entomólogo podría amar.”