El deseo humano de volar, aunque sea a través de un vehículo aéreo no tripulado o dron, está detrás del auge de estos aparatos y, por consiguiente, de su rápida evolución técnica. Además, pueden adquirirse a unos precios cada vez más bajos. Disciplinas como la biología de la conservación o la ecología también han sucumbido a sus encantos. Desde que en 2005 se publicaron las primeras investigaciones sobre el uso de drones para el seguimiento de especies, sus aplicaciones han sido abundantes y variadas (1, 2). Han servido para contar grandes mamíferos o detectar la presencia de cazadores furtivos en la sabana africana (3), o para localizar caimanes en Estados Unidos (4). También para contar pingüinos e incluso medir lobos y leopardos marinos en la Antártida (5). Gracias a ellos han podido identificarse individuos de ballena boreal en mar abierto (6) y censar aves acuáticas en las charcas temporales de Australia (7).
En España también se han utilizado con múltiples fines. Por ejemplo, para obtener imágenes de la ruta seguida por un cernícalo primilla en sus vuelos de caza, recorrido que se conocía previamente gracias a un pequeño receptor GPS que llevaba el animal (8), o para evaluar el riesgo de que las aves se electrocuten en los tendidos eléctricos (9). Esta misma revista ya relataba en 2009 las primeras experiencias para utilizarlos en el seguimiento de fauna (10), que después se materializarían al estudiar los parámetros reproductivos de una colonia de gaviotas reidoras en una laguna de Lleida (11).
Este contenido es un resumen / anticipo de una información cuyo texto completo se publica en la revista Quercus, tanto en su versión impresa como digital.