A nadie le habrá pasado inadvertido, paseando por un piornal en verano, el ruido que hacen las legumbres al abrirse para dejar caer o lanzar sus semillas. Las piñas de cualquier conífera, como pinos, cedros o abetos, también se abren con un ruido característico cuando se secan y dejan libres los piñones. No hay duda de que la diseminación es crucial para las plantas provistas de semillas (espermatófitas) y que juega un papel decisivo en la supervivencia de estas especies. Muchas de ellas tienen frutos o semillas con determinadas estructuras que les permiten volar y dejarse llevar por el viento. Es el caso de los aquenios o frutitos de las compuestas, que viajan colgados de un vilano o molinillo de pelos. Cuando chopos y sauces diseminan sus minúsculas semillas, los alrededores se llenan de esa pelusa blancuzca que las rodea y les permite volar. Otros frutos son capaces de largos periplos transatlánticos, como los cocos de las palmeras que viven en playas arenosas, capaces de resistir muchos meses flotando en el agua salada.
También hay plantas que producen frutos apetitosos para multitud de animales, que luego transportan y diseminan sus semillas involuntariamente. Estas plantas con frutos carnosos son las que hemos seleccionado los humanos para ponerlas en cultivo. Finalmente, algunas semillas han desarrollado mecanismos para engancharse en el pelo o las plumas de los animales y viajar así hasta otros lugares, a veces muy distantes de la planta madre. ¿Quién no se acuerda de los arrancamoños o los piojillos que se nos pegan al pelo y a la ropa?
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