En este número de Quercus dedicamos nada menos que 16 páginas a diversas relacionadas con la alimentación de las aves carroñeras. Por definición, una carroña es un hecho fortuito que no puede considerarse sujeto a un lugar determinado ni a un momento concreto del día. Durante toda su historia evolutiva, las aves que se alimentan de animales muertos han tenido que invertir tiempo y esfuerzo en localizar su comida en un escenario plagado de incertidumbres. Pero las cosas han cambiado. Ya no dependen tanto de la fauna silvestre, como antaño, sino del ganado o de los restos que dejan las monterías. Al encontrar muchas y más fáciles oportunidades, lo que antes era imprevisible ahora está casi garantizado. Esto ha tenido evidentes consecuencias en su comportamiento y en la dinámica de sus poblaciones.
Por otro lado, el espectro de lo que entendemos como aves carroñeras se ha ampliado mucho. Aparte de los cuatro buitres, se han sumado al festín al menos dos grandes águilas, otros tantos milanos, diferentes córvidos e incluso algunos pajarillos que aprovechan las inevitables larvas de la carne en descomposición. Allí donde aparece un recurso abundante, nunca faltan espabilados que aprenden a aprovecharlo. Todo ello sin salirnos del mundo de la volatería.
Las cosas también han cambiado mucho a raíz de los vaivenes que ha sufrido la legislación higiénico-sanitaria que regula el abandono de reses muertas. En la antigua España rural, los cadáveres iban a parar a los muladares o se dejaban en pleno monte. Y allí acudían los buitres y demás compañeros del gremio necrófago como un diligente pelotón de limpieza. Lo que ahora llamamos un servicio ecosistémico. Sencillo, eficaz y barato. Pero cuando las aves carroñeras se acostumbran a encontrar alimento con frecuencia y en los mismos sitios, empiezan a surgir los problemas. El alimoche canario, o guirre, es un buen ejemplo. Estaba tan a gusto con una ganadería caprina de baja intensidad y los pequeños cadáveres que dispensaba la fauna local. Pero los rebaños de cabras han aumentado tanto que ejercen una presión excesiva sobre la vegetación, eso perjudica a los herbívoros silvestres y, como resultado de todo, el peso medio de los guirres en lugar de aumentar se ha reducido (pág. 29).
Por otro lado, a finales del pasado mes de abril, agentes ambientales canarios encontraron en Cofete (Fuerteventura) dos guirres envenenados y un tercer ejemplar aún vivo, que trasladaron a un centro veterinario y pudo recuperarse. Inspecciones posteriores permitieron hallar nuevos cadáveres de guirres, tres de ellos equipados con emisores GPS/GSM. Los análisis preliminares realizados en la Universidad de las Palmas de Gran Canaria han confirmado que la causa de esas muertes fue el veneno. Según el diario La Provincia, han muerto envenenados al menos seis guirres. Una altísima mortandad para esta escasa subespecie endémica que se produjo, además, en pleno periodo reproductivo, lo que también supone la pérdida de los pollos que estaban criando.
Una vez más, para bien o para mal, con intención o sin ella, interferimos en el devenir de multitud de especies, con las aves carroñeras como apasionante motivo de estudio. Los alimoches que anidan en la orilla portuguesa del Duero se las apañan mejor si las cebas artificiales se hacen con piezas de pequeño tamaño y quedan lejos de los territorios de cría, donde los buitres leonados tardan en localizarlas y el esfuerzo no les merece la pena (págs. 22-28). Todo es muy complicado y, con frecuencia, los resultados son imprevisibles. Así que, como conclusión general, si queremos echar una mano a especies en situación delicada, quizá lo más inteligente sea imitar en todo lo posible las condiciones naturales, cuando ellas solas buscaban y encontraban su comida.