Por Salvador Herrando-Pérez
Los habitantes de las urbes modernas se sienten atraídos por lugares, materiales y seres exóticos. Como si esa atracción nos sacara de la rutina y, gracias a nuestra capacidad adquisitiva, tuviéramos derecho a comprar cualquier objeto que podamos pagar, por muy extravagante que sea. En semejante caldo de cultivo es normal que en las últimas dos décadas se hayan confiscado casi 200.000 cargamentos ilegales de animales y plantas salvajes en 149 países, con el consiguiente trasiego de unas 6.000 especies de un lugar a otro del planeta (1). Las redes sociales muestran fotos de personas en compañía de todo tipo de fauna, creando la ilusión de que cualquier animal puede convertirse en una mascota (2). Además, existe un mercado multibillonario de especies salvajes para coleccionismo, comida, decoración, entretenimiento, ropa y medicina (3-5).
La paradoja es que, cuánto más rara es una especie, más sube su precio y más lucrativo resulta venderla, lo que dispara su explotación y el riesgo de extinción (6). La pandemia del coronavirus añade una capa de complejidad al problema. Uno esperaría que un animal sospechoso de contagiar enfermedades dejaría de ser comercializado, porque su transporte a ciudades superpobladas puede multiplicar el riesgo de contagio (7). Pero tanto las leyes del mercado como las necesidades de la gente que explotan este negocio siguen otros caminos.