Yo estuve allí, como tantos otros. Fui testigo de las costas cubiertas de chapapote y del extraño hedor a refinería que impregnaba un aire siempre tan limpio. Por un lado, la pesadilla de la marea negra, por otro el entusiasmo de una movilización espontánea y sin precedentes. Es en las desgracias cuando aflora lo mejor de nosotros mismos. Parece mentira, pero han pasado veinte años desde todo aquello.
Unos meses antes había sido declarado el Parque Nacional Marítimo-Terrestre de las Islas Atlánticas de Galicia y participé en un viaje de prensa para recorrer Sálvora, Ons y las Cíes. Era a finales del verano, o a comienzos del otoño, y tuvimos un tiempo esplendoroso. Fue como asomarse al paraíso antes de descender a los infiernos. Las buenas noticias quedaron ennegrecidas con el naufragio del Prestige. Lo más duro tuvo como escenario la Costa da Morte, así llamada por la cantidad de barcos que se han perdido en sus traicioneros escollos, sobre todo durante las noches de tormenta, cuando esas aguas se convierten en un peligro para la navegación. En Muxía, por ejemplo, el azote de las olas había llevado el fuel hasta las aceras e incluso al interior de las viviendas que estaban a orillas del mar. Era desolador. Más de 23.000 aves marinas fueron recogidas, vivas o muertas, en las semanas siguientes y se calcula que habría que multiplicar por diez el número real de las que se vieron afectadas. Es un dato aislado, porque nadie sabe qué pasó con los peces, las algas o los invertebrados marinos.
Dieron la vuelta al mundo las imágenes de los pescadores retirando chapapote con sus propias manos a la entrada de la ría de Vigo o el despliegue del Ejército para evitar la contaminación en puntos sensibles, como puertos, bateas y piscifactorías. Pero fueron las personas de a pie, una multitud generosa y solidaria, quienes se enfundaron en monos blancos, se cubrieron la cara con mascarillas y se protegieron con guantes para restaurar el daño causado. Una tarea ciclópea, que parecía no tener fin. Pero se hizo y podemos estar orgullosos de quienes participaron en ella. Nunca se lo agradeceremos bastante. Dieron una lección de bonhomía a quienes tomaron decisiones equivocadas o trataron de quitarse el problema de encima.
Tampoco era la primera vez que pasaba algo parecido. Ahí están las hemerotecas para recordarnos los casos más o menos recientes de otros dos petroleros, el Urquiola (1976) y el Mar Egeo (1992). Antes de que lo desguazaran, recuerdo haber visto el gigantesco puente del Mar Egeo como un edificio de siete plantas que se hubiera desplomado sobre un recodo rocoso, a los pies de la Torre de Hércules. La costa de los naufragios, sí, que todos los años se cobra alguna vida. Aquí se han hundido pesqueros y mercantes, embarcaciones deportivas y buques militares. Con mala mar, puede pasar en cualquier momento. No conviene ponerse funesto, pero estadísticamente volverá a suceder. Nos queda aprender de los errores para no repetirlos. Barcos en dificultades los va a haber siempre en una esquina del continente tan transitada y peligrosa. En nuestras manos está reclamar prevención y diligencia. En las de los responsables políticos dejarse de luchas partidistas y arrimar el hombro ante las emergencias. Aunque sea mucho pedir.